El imperio de los cines de Miguel Lozano

El hijo de un espartero se convirtió en uno de lo empresarios con más salas de cine en Almería

Miguel Lozano Román junto a su hijo Miguel Lozano de la Cruz, quien continuó solo unos pocos años más con el negocio de su padre.
Miguel Lozano Román junto a su hijo Miguel Lozano de la Cruz, quien continuó solo unos pocos años más con el negocio de su padre. La Voz
Manuel León
10:29 • 07 jul. 2024

Hubo un tiempo, aunque a los ojos de hoy parezca inverosímil, en el que los cines copaban el universo de la diversión y del tiempo libre en Almería; un tiempo en el que en la ciudad y en los barrios llegó a haber casi treinta establecimientos, sumando las sala y las terrazas de verano. Era una industria fecunda en aquella Postguerra en la que Almería se fue llenando de cines donde habitaba todo lo que era y es la condición humana: al cine se iba a reír y a llorar, donde asomaba la ternura y a veces el miedo, donde los enamorados se besaban en la oscuridad de sus asientos, donde los veranos se disfrutaba bajo las estrellas comiendo pipas o bocadillos en aquellas sillas de tijera. Era un ritual, un mundo mágico, al que se accedía a través del fielato de la taquilla y donde un acomodador de sesión continua te conducía con una linterna, como un guía espiritual, hasta tu butaca.



Era una actividad dinámica, de minifundios, de ocupar franjas y barrios, donde sobresalieron, sobre todo, como emprendedores el célebre Juan Asensio y Miguel Lozano Román, un empresario menos popular que el alhameño, pero que llegó a gestionar por sí solo más de diez salas y terrazas, entre los años 60 y 2000.



Lozano nació en 1927 en Cuevas de los Medina, en una familia sencilla que vivía de la recolección del esparto. Miguel escapó de ese mundo de atochares y pleita y se empleó como dependiente en la tienda de electricidad de Sánchez de la Higuera. Le apasionaba la electrónica y sobre todo lo que oliera a cinematógrafo. Ya de joven se hizo de una máquina de proyección y con trozos de película rebobinadas iba por los pueblos del Andarax en bicicleta proyectando cine en las plazas como si se tratase del mismísimo gitano Melquiades allá en el imaginario Macondo. Cuando se casó con la francesa Elia de la Cruz, montó un almacén de instalaciones eléctricas cuyo rótulo aún luce en la calle Alcalde Muñoz y lo fue alternando con el negocio del cine. Fue en Pechina, de donde eran oriundos sus suegros, donde abrió en 1960 su primera sala en el antiguo Cine Echegaray que rebautizó, con ayuda de sus hermanos Antonio y Manuel, como Real Cinema . También habilitó allí   una terraza de verano donde se proyectó por primera vez la mítica película King-Kong en butacas de madera que se abarrotaban los domingos de soldados de Viator. En ese cine fue donde en 1947 se presentaron en sociedad los indalianos de Perceval, con Celia Viñas y Luis Ubeda Gorostiza como maestros de ceremonias. 



Fueron años en los que Lozano se convirtió en un estajanovista, en el hombre que nunca descansaba. Al tiempo que se quedaba con el contrato de la instalación eléctrica del nuevo barrio de El Puche, su cabeza bullía de nuevos proyectos cinematográficos. Compró un solar en Los Angeles, un barrio entonces en ebullición. Allí construyó un bloque de viviendas y debajo hizo un hizo moderno con 700 butacas y ambigú, inaugurado en 1968. Angelita era la taquillera, Pedro el portero y los operadores Vicente, Cesáreo y Agustín, que se iban turnando con otros cines de la familia Lozano.



Los cines eran los grandes prontuarios del ocio de los almerienses, cuando la televisión aún era una anécdota y Netflix quedaba aún en un futuro muy lejano. Había tanto revuelo en las colas que se formaban para sacar las entradas en el cine angelino, que a veces la Policía tenía que intervenir para poner orden los domingos a partir de las 5 de la tarde cuando empezaba la sesión continua. En 1975, Lozano dio un nuevo salto y compró un local en el Centro Comercial Altamira que promovió Juan (Andrés para los amigos) Soler Martínez, el hijo del panadero de la calle La Palma, que había vuelto de Venezuela con el bolsillo lleno de dólares. Allí, en lo que habían sido huertos de patatas y rábanos, junto al chalet del exportador Antonio Ferry y la fábrica Artes de Arcos, levantó Lozano el Cine Emperador, cuando amanecía un nuevo tiempo en Almería y en España; un tiempo en el que el cine seguía siendo protagonista; un tiempo en el que irrumpía un nuevo cine de destape o clasificado S en el que se advertía que una teta “podría herir la sensibilidad del espectador”.



Almería estaba plagada de cines y había negocio para todos. Por eso, Lozano apostó por dar paso más y compró unas casas y un colegio viejo en la Plaza Marín donde construyó el Centro Cine que fue inaugurado en 1980 y quemado, en un incendio intencionado, en 1984. Fue el primer multicine de Almería que tuvo primero dos y después tres salas con máquinas de proyectar más modernas que permitían evitar el intermedio para cambiar la película. Además de los cines en propiedad, Lozano también alquiló algunas salas como la del Cine Concordia, de Pepe Tara y sus socios, en la calle Valero Rivera, donde está ahora el Bingo Mundial,  y también el Roma, de Vértiz, en la calle La Reina.



Solo veía por sus ojos salas y películas y proyectores y carteleras, el intrépido Lozano, el hombre que soñaba con más y más cines, desde que iba como el Totó de Cinema Paradiso proyectando por las plazas de los pueblos. Y así arrendó también la Terraza Almería, la de Ciudad Jardín, Los Cámenes, Las Delicias en Los Molinos y la Terraza Ideal, en El Alquián. Nadie llegó a exhibir tantas películas a la vez como el hijo de aquel espartero de Las Cuevas de los Medinas.  



Como en la canción de Los Buggles, ‘El video acabó con la estrella de la radio’, los videoclubes y la proliferación de canales de televisión acabaron con el cine, con las legendarias y queridas salas de cine almeriense desde los tiempos del Hesperia, y con imperio del inquieto Migue Lozano. A finales de los 90 se fue retirando y en 2002 su hijo Miguel echó el cierre al Centro Cine, su último bastión, tras 40 años de sonrisas y lágrimas. 



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