Descampado de Villablanca, un barrio al norte de vida tranquila. Frente a la iglesia. Miles de excrementos se concentran en los alrededores de un bucólico jardín que se extiende hasta unas pistas deportivas en cuyo perímetro duermen al raso botellas de cristal de noches de fútbol-sala y litronas, bolsas de plástico y enseres varios de insana reproducción. En medio de cuatro áreas infantiles y espacios para hacer gym hay un parque de perros que, para algunos –muchos-, es un cagadero público. Lo saben bien dos voluntarias –madre e hija, dueñas de mascotas que frecuentan la zona-. Ellas se ocupan de vez en cuando de retirar los regalos.
La madre.
Aquí nadie limpia. La mayoría cuidan el espacio, pero con que haya una minoría incívica es suficiente. Dejan las cacas en el suelo. Nadie limpia.
La hija.
Nadie. Se da por hecho que esto es un parque para que disfruten, pero hay gente que no merece tener mascotas.
Le pregunto, ya caída la noche, si nadie protesta.
Unos, por miedo; otros, por pasotismo. Nadie hace nada. Los primeros perjudicados somos quienes nos comportamos como Dios manda.
La madre.
Sí, que no todos los dueños somos iguales. Algo hay que hacer.
Oscurece en Villablanca. Ya apenas se ve, pero si el cliente de la zona de bares de la calle Felipe II pasa por la fachada lateral de un conocido hotel percibirá un aroma que fusiona el olor a orín con la pestilencia de los contenedores. Hay una mujer octogenaria que mira por la ventana. Sacar la basura se ha convertido en una experiencia desagradable. Los pies se quedan pegados en el pedal. Un vecino con un perro adoptado, Alberto, toma un café en una terraza. Nos acercamos.
Aquí hay excrementos en fila que llevan meses sin que nadie los recoja. Meses.
Le pregunto por el barrio.
Una pena. Se hacen cosas, se invierte dinero, se construyen servicios, parques, hay movimiento, pero no se mantiene nada. El mantenimiento no es que sea deficitario. Es negligente. Aquí no se baldea. No hay exigencia.
Cerca, en el gran parque del barrio, rodeado de dúplex y edificios modernos, el césped de los niños ha sido pasto de los balonazos de los adolescentes. Se lo han cargado. Antonio López, vecino.
Con cámaras en las calles esto no pasaba. Algo hay que hacer. Porque se hacen cosas, pero para qué. Lo nuevo no dura nada. Nada. Es de una impotencia acojonante.
En la nueva Villablanca, junto al Centro Comercial Torrecárdenas, hay días en que nadie ve al barrendero. En algunas calles no se ve porque no pasa. En la enorme urbanización, que algún día será ocupada por edificios y comercios, al sur del CCT, la estampa es dura: basura apilada, mobiliario destrozado.
Una excursión hacia el sur, por donde la Vega de Acá, nos muestra una Almería de una apariencia moderna y cuidada, pero los descampados arrojan otra luz: se acumulan los escombros y los excrementos. Como en los bancales de la zona alta de Los Ángeles, Pescadería y Cruz de Caravaca. O en los alcorques de cualquier calle, sea en Padre Méndez, El Zapillo, El Alquián o El Quemadero. O en la calle del Conservatorio de Música, escenario de habituales plagas de pulgas –no hace mucho que el Ayuntamiento invirtió allí cerca de medio millón de euros-.
María, madre de una alumna.
De vergüenza. La calle quedó preciosa. Para qué. Los jardines están salpicados de mierda. Traen aquí a los perros a eso.
Un paseo por el Parque del Andarax nos dirige a un lugar especial. El carril-bici de la vía paralela al río nos permite desconectar del ruido urbano. Al lado, un parque para las flexiones y un área para saltar con patines. Hace unos años, un sitio idílico. Hoy, un punto de encuentro nocturno de litroneros. Se pregunta un usuario del parque el porqué de ese abandono.
Tanto cuesta vigilar... Es mejor hacer menos y mantener bien lo que tenemos. Pintadas, destrozos, vegetación sin limpiar. Parece Chernóbil.
La situación de Almería ciudad no es única. Problema generalizado. El aumento de la población de mascotas, hasta 140.000 en la provincia, ha generado una bolsa de incivismo inédita tanto en las urbes como en los pueblos. Almería produce diariamente cerca de 5.000 kilos de heces. Lejos quedan los 12.000 de Málaga.
Preocupados por un asunto que debiera ser capital en el debate público, tiramos de background para conocer experiencias de éxito en la gestión. En cerca de un centenar de ciudades y pueblos españoles se exige ya a los dueños de las mascotas que acudan a un veterinario para registrar su ADN. Y en casi 50 poblaciones, algunas grandes capitales, se han creado unidades especializadas que analizan, barrio por barrio, alcorque por alcorque y solar por solar, cada excremento que se encuentran al paso. Si el can está en el censo, la administración se encarga de imponer una multa al propietario. Málaga, Maracena, Rincón de la Victoria, Alcalá de Henares, Collado Villalba o Cariñena son algunos de los casos en los que se ha implantado el censo del ADN canino. El número de municipios crece exponencialmente. Las últimas estadísticas reflejan que casi la mitad de los perros de Málaga capital, unos 90.000, ya están censados y que, aunque el problema no está resuelto del todo, la imagen de descontrol se ha frenado. El miedo a la multa se ha extendido en los pueblos más pequeños. En la mayoría, han desaparecido los excrementos en la vía pública.
Ana, de Las Negras, Níjar.
Aquí hay calles con las jardineras llenas de excrementos. Solares y caminos por donde no se puede pasar. Y mira, el lugar es precioso. Y turístico. Se llama control.
Ana vive en Almería y, a veces, tardea en la playa de Torregarcía. Huele mejor el garum que hacían los romanos hace 2.000 años que algunos rincones de dunas.
Por no hablar de la basura que hay en las calas del parque. La dejan allí y allí pasa semanas.
Los más esperanzados piden implementar campañas de concienciación, educación escolar. El resto, cada vez más voces con miedo, sigilosas pero muy indignadas –con y sin perros-, exigen a los gobernantes que salgan a conocer de dónde emana el silencioso runrún de indignación que planea entre los cívicos. La alcaldesa, María Vázquez, asegura estar dispuesta a cambiar la dinámica. Insiste: la limpieza le obsesiona y no es ajena al problema. En unos meses, habrá novedades.
El silencioso runrún.
Debe haberlas.
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