En el invierno de 1898, los vecinos de la calle de los Cámaras se quejaban al Ayuntamiento de las tinieblas continuas que tenían que padecer debido al escaso alumbrado del lugar. De los dos faroles que le tenían que dar luz a la calle solo funcionaba el de la esquina con la calle de Regocijos, ya que el farol que lindaba con la Rambla de Alfareros se pasaba más tiempo apagado que encendido.
Una calle tan extensa se quedaba a oscuras toda la noche, facilitando la tarea de los duendes que reinaban a sus anchas en las noches de luna menguante. Los fantasmas nocturnos abundaban en aquella época y había miedo a salir de noche a no ser que fuera bajo la custodia del sereno, que con su farol en la mano acudía a la llamada de los vecinos que necesitaban salir por alguna emergencia. Aquellos espectros no llevaban sábanas ni volaban. Se dedicaban a merodear por las inmediaciones de la tapia de la huerta de los Cámaras o a rondar por la puerta de las mujeres deseadas.
La calle de los Cámaras, en aquellos años de finales de siglo y comienzos de otro, no solo arrastraba el problema de la falta de iluminación y de las almas errantes, también sufría la escasa urbanidad de los vecinos que aprovechan el solar más cercano para dejar allí sus basura. Además, la presencia de la huerta de los Cámaras era un quebradero de cabeza constante, ya que allí se acumulaban montañas de desperdicios que se utilizaban para el cultivo de las patatas y la verdura, derramando su rastro pestilente por toda la manzana. Cuando el problema no venía de la basura o del estiércol de la huerta aparecían las aguas residuales que se acumulaban sin salida en la lavadero contiguo a la calle.
Fue en los años veinte del siglo pasado cuando las autoridades se tomaron en serio la urbanización de todo ese universo que se llamaba la Huerta de los Cámaras. En 1927 se citó en el Ayuntamiento a todos sus propietarios: Gabriel de la Cámara, Fernando de la Cámara, Eulogio González, Alfonso Román de la Cámara, Concepción de la Cámara, Dolores Román de la Cámara, José de la Cámara Godoy, Antonia Godoy y José Román de la Cámara para sentar las bases del futuro barrio que estaba gestando el arquitecto municipal.
En aquellos años la calle de los Cámaras era de las más importantes del distrito tanto por su longitud como por el número de viviendas que le daban la vida. Tenía dos entradas: una a través de la Rambla de Alfareros, donde aparecía un callejón tan estrecho que los vecinos le pedían una y otra vez al Ayuntamiento que prohibiera el tránsito de carros que dañaban sus fachadas. En la primavera de 1928, cuando se produjo un gran incendio en la espartería de Francisco Águila, los equipos de extinción del fuego y los soldados del Regimiento de la Corona que acudieron al siniestro no pudieron acceder por la Rambla de Alfareros porque la cuba de agua no entraba por esa esquina.
En tiempos de la República la calle de los Cámaras mejoró con la instalación de nuevos focos de luz que le dieron otro aspecto y con la construcción de nuevas viviendas. Todos los años, por septiembre, los vecinos se unían, ponían dinero de su bolsillo y organizaban una gran verbena a la que acudían los hombres y mujeres de los barrios contiguos para bailar con la música que interpretaba la Banda Municipal.
En los años de la posguerra, la calle de los Cámaras sufrió importantes cambios con las expropiación de varias viviendas que permitieron prolongar el antiguo Paseo de Versalles hasta la Plaza del cine Imperial.
En aquel tiempo la calle de los Cámaras tenía cerca de doscientos vecinos, la mayoría pertenecientes a familias de clase media. Allí vivían los maestros José Martínez López y Elena Capel Lacasa. Él era profesor en la Graduada de la calle Arráez y ella llevaba la escuela de niñas que funcionaba en la misma calle. No eran los únicos maestros de la calle. En la casa de la familia Casado tenían un inquilino realquilado, Miguel Gabín Belmonte, que era un maestro de escuela de la República que fue represaliado en la dictadura, que se ganaba el jornal dando clases particulares de francés a los niños del barrio.
En la calle de los Cámaras vivía el barrilero Enrique Gorriz Fenoy que tenía seis hijos, compartiendo el mismo edificio con el ferroviario Pascual Sánchez y su mujer, Francisca Amador, padres del querido y recordado Ambrosio Sánchez Amador.
La calle de los Cámaras era también la de la familia Díaz. El padre, José Díaz López, tenía un puesto de carne en la Plaza y era célebre no solo por el negocio, sino también por su amplia prole, nada más y nada menos que ocho hijos: José, Carmen, Fernando, Luis, Berta, Jaime, Americo y Octavio.
Hasta los años sesenta, la vieja calle de los Cámaras mantuvo intacto su pavimento de tierra que las vecinas regaban en las tardes de verano cuando salían a baldear con cubos para ahuyentar el polvo. Era un escenario lleno de vida, donde los niños reinaban a todas horas. Allí se juntaban a jugar los chiquillos que venían de Regocijos, de la Rambla de Alfareros y del primitivo Paseo de Versalles que entonces estaba en plena expansión.
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