En Almería, si podíamos presumir de algo que no fuera el clima era de que éramos diferentes, y además lo éramos de verdad. Nadie tenía en España, allá por los años 60, unas carreteras tan malas ni unas comunicaciones tan atrasadas y sin embargo nos empeñábamos en que vinieran los turistas y en que nuestra tierra fuera la Meca de los rodajes cinematográficos cuando después venían las películas y no teníamos un hotel moderno donde alojar a los protagonistas.
Nadie en España tenía dos ferias como en Almería, donde además de nuestras tradicionales fiestas de agosto presumíamos de una feria de invierno que nos inventamos para llamar la atención y decirle a todo el mundo que mientras que por ahí estaban quitando nieve y tiritando de frío, aquí, a finales de diciembre, nos paseábamos todos los días bajo los rayos de ese sol que hacía bueno el eslogan de ‘Almería, donde el sol pasa el invierno’, que tanto éxito tuvo cuando nos falló ese otro eslogan de ‘Almería Costa del Sol’.
Nadie disfrutaba de una feria de invierno en España como la nuestra, que tenía de todo: luces, villancicos que sonaban por las tardes en el Paseo, cabalgatas, tómbolas, atracciones para los niños y hasta falsos Reyes Magos que por un mal sueldo se exponían a las corrientes del invierno en la intemperie del kiosco de la música y en la puerta de algún comercio importante.
Presumíamos de clima y también de nuestras costas, cuando en la ciudad teníamos las playas ocupadas por dos cargaderos de mineral y por una Central Térmica. La principal, la playa de las Almadrabillas, estaba custodiada por dos gigantes de hierro donde venían los barcos a cargar, mientras que la playa del Zapillo estaba marcada por la Térmica que derramaba sus humos y sus aguas recalentadas sobre la misma orilla del mar. Pero como éramos tan diferentes y sabíamos ponerle buena cara al mal tiempo, en vez de quejarnos por la contaminación lo que hacíamos era buscarle el lado bueno y convertimos la popular playa del agua caliente en un sanatorio terapéutico donde se curaban todos los problemas de huesos que cualquier vecino pudiera tener. Ya podían ponernos carteles diciendo que estaba prohibido bañarse, que como de Medicina todos sabíamos un poco, estábamos convencidos de los resultados milagrosos de aquellas aguas medio contaminadas de la Térmica.
Éramos tan distintos que teníamos un barrio de chabolas de madera en primera línea de playa, el célebre asentamiento de Villa Cajones. Cuando quisimos parecernos a Benidorm y a Torremolinos no se nos ocurrió una mejor idea que llenar la orilla de edificios gigantescos, cada uno de su padre y de su madre, que convirtieron el Zapillo en un auténtico disparate urbanístico.
Qué ciudad en España tenía una Rambla como la nuestra, que nos partía en dos, pero que nos servía de vertedero para tirar los muebles viejos, de escondite para los mirones que se colocaban debajo del puente a ver las muchachas pasar y además se convertía en un gran escenario donde lo mismo se levantaba un circo que una auto escuela, a riesgo de que el cauce se llenara de agua y se lo llevara todo por delante.
Teníamos lo que no tenía nadie: una fábrica de celulosa que nos perfumaba las calles, un cañillo de agua en la Puerta de Purchena en el que paraban todos los forasteros a beber y a comprobar el gusto insoportable a cloro que tenía el agua de los almerienses. Éramos tan distintos que teníamos a las prostitutas codeándose con el alcalde, compartiendo el mismo barrio y hasta los mismos soportales.
Almería era realmente diferente hasta en el deporte. Manteníamos una batalla dura, temporada tras temporada, por subir a Segunda División cuando para ver un campo de fútbol de verdad, de los que tenían gradas completas y un piso de hierba teníamos que irnos a Granada o a Jaén. Pero nadie tenía unas cucañas en la había con un palo lleno de grasa como el que disfrutábamos nosotros en la feria ni unas pruebas de motocross por el cerro de San Cristóbal donde los intrépidos pilotos ascendían como cabras montesas hasta los pies del Corazón de Jesús.
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