Era el botones más joven del Gran Hotel Monterrey de Lloret de Mar. Embutido en aquellas chaquetas y bajo aquel gorro sacados de una guardarropía ya entonces fuera del tiempo, José María nunca llegaba al trabajo a la hora que la gerencia le había asignado. Su jornada comenzaba siempre una o dos horas antes. Era el tiempo que necesitaba para desempeñar las tareas que se había impuesto para ganar un dinero que complementase su escasa nómina oficial.
Llegaba José María a las seis o las siete de la mañana a aquel hotel situado en el norte del pueblo y a cuatro kilómetros del centro y, tras vestirse con el uniforme, se subía a la bicicleta y bajaba hasta el pueblo a recoger la prensa del día.
Una mañana, mientras recorría a pedaladas los cuatro kilómetros que le separaban de la tienda donde recogía los periódicos cayó en la cuenta de que el librero no le recompensaba por sus compras. Le ofreció continuar con esa rutina, pero, a cambio, pidió una compensación económica. El librero se negó, y el botones del Gran Hotel Monterrey se fue a hablar con otro librero al que le hizo una oferta que no podía rechazar: comprar allí los diarios y las revistas. El librero vio clara la oferta: a cambio de un pequeño porcentaje vendería cada mañana un número importante de periódicos que hasta entonces no había podido vender. No perdía nada y aumentaba sus beneficios haciendo ventas hasta entonces inexistentes. La misma estrategia que también pudo en práctica con los carretes de fotos de los turistas en las tiendas de revelado. Dos ingresos extras a los que añadió un tercero de mayor cuantía. Cada noche se ofrecía a los huéspedes del hotel para lavar sus coches en un espacio perdido y sin uso del hotel. A aquella limpieza que realizaba en las horas adelantadas del amanecer, al niño Rossell se le ocurrió añadirle una capa sutil de aceite que dejaba con una brillantez desconocida aquellos SEAT que las excursiones del día anterior habían dejado impregnados de polvo y suciedad. Aquellos trabajos extras le proporcionaron tantos ingresos que en los meses de verano llegó a ganar más que el director del hotel. Era tanta su capacidad de ingresos que el director acabó despidiéndole por envidia.
Hoy, aquel botones de los años cincuenta es el mayor empresario hotelero de Andalucía, preside una sociedad, SenatorPlaya, con casi cincuenta hoteles en España y la Rivera Maya en los que trabajan más de cuatro mil trabajadores en temporada alta y nunca ha olvidado ni aquel hotel de la Costa Brava, ni el día que decidió, con su hermano Luis María, traer turistas alemanes desde la base militar de san Javier en Murcia hasta el hostal Costa Blanca, de 48 habitaciones, y la pensión Los Arcos, de 16 y en cuyo restaurante mostraban a Bonanza, el burro que le alquilaban a un gitano y con el que paseaban a los alemanes por la playa de Garrucha.
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