Hubo un tiempo en que los escenarios donde se jugaba al fútbol en Almería estuvieron vinculados con el mineral, desde el estadio de la Falange, que se teñía de polvo de hierro con el viento de poniente, hasta el modesto campo de los Arcos que aparecía cerca de la Estación, debajo del puente por donde cruzaban los vagones camino de San Miguel.
Hijo del mineral y de la playa fue el campo de la familia Naveros, tan aficionada a los deportes que además de tener un balneario con pista de baloncesto incluida y una bolera, habilitaron sobre sus terrenos un humilde ‘estadio’ que acabó convirtiéndose en uno de los campos de fútbol principales en la Almería de la posguerra.
El conocido como campo de Naveros debió de ser un paraíso para todos aquellos jóvenes de los años de la República y de la posguerra que se dejaron allí las rodillas y parte de su salud batallando detrás de un balón de cremallera. Vino a remplazar al viejo campo de Regocijos, que fue el estadio de la ciudad antes de que la urbanización de la Huerta de Jaruga se lo llevara por delante.
El campo de Naveros estuvo muy ligado al balneario de San Miguel, que en 1927 había puesto en marcha el abogado almeriense don Miguel Naveros Burgos. Una de las explanadas que quedaron libres entre la playa y la actual Avenida de Cabo de Gata, lindando con los depósitos de mineral del Cable Francés, se habilitó como campo de fútbol. No hicieron falta grandes inversiones en obras ni gastos de material. Fue suficiente con una semana de trabajo de un grupo de jóvenes aficionados, que con sus propias manos y a fuerza de carrillos, quitaron las piedras y alisaron el terreno de juego pasando sobre la superficie dos grandes tablas arrastradas por el coche de caballos del señor Naveros.
Allí se vivían auténticos duelos épicos con un público interactivo, que era de verdad el jugador número doce e incluso el trece, una hinchada que se metía tanto en la realidad que cuando había una jugada de peligro sobre el área daba un paso hacia adelante y se adentraba en el terreno de juego, unos queriendo ayudar al desamparado portero, y otros empujando para que el delantero consiguiera batirlo.
Para todos aquellos muchachos que asistían al partido, aquellos futbolistas debían de ser sus héroes más cercanos, pequeños mitos de barrio que llevaban sobre sus nombres la aureola de ser jugadores de fútbol, aunque pertenecieran a equipos tan modestos como el Celta de Los Molinos, la Ferroviaria o el Duarín.
Todo era original en aquel campo destartalado frente al mar, desde las vestimentas de los jugadores hasta las porterías, que se levantaban con tres maderos desvencijados que se sostenían a duras penas en el suelo. Las porterías no tenían sujeción por atrás y la malla era un pedazo de red, seguramente de las que dejaban abandonadas los pescadores sobre la arena de la playa. En el área pequeña la señalización del punto de penalti acababa desapareciendo durante los partidos, por lo que cuando el árbitro señalaba el punto fatídico se elegía a ojo, mientras las líneas del terreno de juego estaban marcadas con cal y de forma tan rudimentaria que era imposible imaginar allí nada que se pareciera a una recta.
El campo Naveros era un pequeño lujo en los primeros años de la posguerra, cuando los jóvenes no tenían otra distracción que el fútbol, un espectáculo que no costaba dinero y con el que seguramente se llevaban las pocas alegrías que les permitía la época. En ese fútbol prehistórico los jugadores no destacaban por su presencia física y los músculos se intuían tímidamente debajo del pellejo. Cuántos de aquellos futbolistas salían del trabajo en los talleres de Oliveros o cargando en el puerto y en la alhóndiga, y con la comida que llevaba en el cuerpo del día anterior se enfundaban la camiseta y jugaban durante dos horas hasta caer rendidos sobre la arena.
En aquel fútbol primario, la figura del árbitro siempre estaba en entredicho y eran frecuentes las trifulcas cuando los jugadores o los aficionados entendían que estaba actuando en contra de sus intereses.
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