Está tan parado como el gato de porcelana de Gardel, sobre la arena de la playa del Zapillo. Lleva ahí estirado y sin perder la compostura meses y meses, dándole la espalda a la ciudad, como si tuviera algún pleito con ella. Lleva meses viendo pasar a miles de almerienses en chándal, corriendo, trotando, en bicicleta; lleva viendo pasar la vida zapillera desde hace más de un año: los vendedores morenos con un fardo de camisetas de fútbol falsificadas, la gente juvenil que toma copas en el Santa Clara, las madres y los padres con el carricoche, muchachas inmigrantes paseando carritos de jubilados impedidos; lleva meses viendo cómo se baten el cobre los muchachos con el torso tostado apostando cervezas al vóley-playa, cómo pasan las lanchas, las motos de agua, y los ferris de la naviera Armas en el horizonte rumbo a Melilla o a Nador. Cuando uno creía que con los primeros fríos desaparecería, el caimán, sigue ahí, no se va para Barranquilla a esconderse entre nenúfares y pinsapos. Se ve que le gusta más esta playa del meridiano de Europa, en este barrio que son dos barrios: los que viven en la primera línea tragándose los vientos de Levante y el sol de justicia, tragándose las olas y la sal y los que viven allende la Avenida Cabo de Gata -antigua Vívar Téllez- amparados del oleaje, más hechos a una vida de casitas bajas y árboles en la puerta.
El caimán sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, como la Cabaña del tío Tom, como el Café París, como el chiringuito del Tío Pepe -ahora cerrado- por citar a algunos inmortales del barrio capitalino, a salvo ya del polvo del mineral, pero no de la presencia de un caimán asiático. Un reptil ungido con arena que tiene cuidador: se llama Karim y es oriundo de un pequeño pueblo al lado de Rabat. Karim, joven y disciplinado, exacto como un reloj suizo, remoja con un cobo y el cuenco de su mano el cuerpo del caimán dos veces cada día, a las once y a las cinco, para que no sufra, como si en vez de arenisca fuese de escamas verdaderas. Lo quiere de verdad, como Tom Hanks quiso a Wilson tras enfadarse con él y tirarlo al mar.
Karim nunca se va de la vera del caimán: “¿Tiene nombre el bicho? No, no le hace falta, ¿Pará qué lo iba a tener si no tengo que llamarlo?”
Al lado del animal, Karim, tiene esculpida una pequeña aldea de albero, rodeada de arbolitos verdes, que le recuerda a su pueblo. Tiene algo de arquitecto Karim, porque no le falta detalle al poblado: las escaleritas, los vanos de las ventanas, las aceras, como si fuera el belén de Diputación que cada Navidad diseña la familia Miras. Un poco más alejado -porque un felino no se debe llevar muy bien con un reptil- emerge la osamenta de un león africano, que por el tiempo que lleva también inmóvil deber sentirse ya como un zapillero más, con los bigotes tiznados de amarillo y mirando a los caminantes que llenan el Paseo Marítimo.
Karim cuando hace mucho viento o chispea, se refugia en una especie de tienda de campaña azul celeste y una silla de lona que tiene dispuesta sobre la arena, al lado de sus creaciones, mientras sonríe cuando alguien le deposita unas monedas en el cuenco verde que tiene dispuesto sobre la barandilla. Karim quiere más al caimán porque el león vino después. “Es mi primogénito”, sentencia.
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