La huella de Pepe Alcocer sigue presente después de un año de su muerte. Quiso pasar por la vida sin llamar demasiado la atención, siempre con la humildad por bandera, pero su generosidad y su formar de encarar la existencia, siempre con una sonrisa, lo convirtieron en un personaje irremplazable de los que quedan para siempre en el recuerdo de los que con él compartieron la vida y el trabajo.
Pertenecía a esa generación de niños que crecieron en los años sesenta y setenta, aquellos del llamado ‘Babe Boom’ que llenó nuestras calles y nuestros barrios de familias numerosas que a base de esfuerzo fueron progresando hasta consolidar aquel milagro que fue la clase media. Su padre trabajaba en el servicio de limpieza del Ayuntamiento de Viator como barrendero.
Pepe Alcocer era el segundo en una familia con cinco hermanos. Se crió en el pueblo en una época donde los niños tenían el privilegio de vivir de verdad, de pisar las calles a diario, de mancharse las manos y la ropa con el polvo de los caminos y la tierra de los descampados donde jugaban al fútbol. Como tantos de su generación, el balón fue su Dios verdadero y los partidos que organizaban a la salida del colegio, la mejor definición de la felicidad.
En aquellos tiempos, a caballo entre la década de los sesenta y los setenta, la mayoría de los niños eran del Real Madrid o del Athletic de Bilbao, que tenía mucha afición en Almería, y eran pocos los que se emparentaban sentimentalmente con el Barcelona, hasta que llegó Cruyff y cambió la historia. Pepe Alcocer fue uno de aquellos chiquillos que se revolucionaron viendo jugar al futbolista holandés y desde entonces se hizo barcelonista militante, llegando a ser uno de los fundadores de la peña azulgrana Lider de Viator.
Eran tiempos complicados para conocer a los mitos del balón porque apenas daban partidos por televisión, por lo que los niños como Pepe compensaban aquella carencia coleccionando los cromos que cada temporada salían al mercado cuando llegaba el mes de septiembre. Guardaba como un tesoro aquel álbum mítico que la casa de productos de pastelería industrial Cropan puso en escena allá por el año 1975, donde aparecía la cara de Cruyff en la portada.
En aquel tiempo, el niño Alcocer ya ejercía como líder de la pandilla de amigos que llenaban de balonazos las fachadas del pueblo. Era incansable. Llegaba del colegio, tiraba la cartera en el sofá y con el bocadillo en la mano y el primer bocado entre los dientes se fugaba a la calle con la pelota debajo del brazo. “El fútbol te va a dar a tí de comer”, le decía la madre, mientras el niño corría sin mirar atrás en busca de ese trozo de libertad impagable que solo era posible encontrar en la calle junto a los amigos.
La infancia era un tesoro, pero demasiado corta y pronto tuvo que empezar a buscarse la vida. Los padres de aquella época no permitían ambigüedades a los hijos y el que no quería o no podía estudiar no tenía otro camino que aprender un oficio o buscarse un trabajo. Al acabar la EGB, Pepe escogió el destino laboral en vez del instituto y entró como aprendiz en la barbería que el maestro Luis Felices tenía al lado de su casa. Como el niño era despierto y tenía ganas de aprender, no tardó en ir interiorizando los secretos de la profesión. Tuvo negocio propio y pasó por esa academia de peluqueros que para tantos jóvenes almerienses fue la firma ‘Sebastián y Campoy’.
La peluquería era su oficio y el fútbol una pasión que empezó a compaginar con la política. Como tantos muchachos de su generación, vivió intensamente los años de la Transición y no dudó en tomar partido por las ideas socialistas. Fue un militante activo, de los que por las noches salían con una escoba y una cubo lleno de cola a pegar carteles por las fachadas del pueblo. Su compromiso lo llevó a ser concejal de Cultura en los años ochenta.
Como era un hombre inquieto no dudó en probar otros oficios y acabó convirtiéndose en inspector del Consorcio de Residuos, cargo que desempeñó durante los últimos catorce años de su vida profesional. Allí destacó por su compromiso y sobre todo por su generosidad, dejando huella en todos sus compañeros.
Pepe Alcocer disfrutaba con su trabajo casi tanto como con aquellas maratonianas jornadas gastronómicas que organizaba en su cortijo de La Juaida, un templo donde encontraba la paz espiritual junto a sus perros y sus olivos, y un lugar de encuentro donde celebraba la vida junto a sus amigos.
Allí hablaban de fútbol, de política y de los retos que Pepe se imponía a la hora de subir montañas o de preparar carreras tan duras como la Desértica, la prueba atlética para la que se estaba entrenando cuando se encontró de frente con la enfermedad. Él, que nunca había ido al médico, que en 42 años de trabajo solo había estado veinte días de baja por una ciática, tuvo que afrontar de repente la prueba más dura de su vida. Fue un año de batalla, afrontando con la misma dignidad con la que vivió, una lucha desigual contra la muerte.
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