Una cosa era que te llevaran de excursión en el colegio y otra irte de acampada. De niños disfrutábamos cuando el maestro nos sacaba de la rigidez del aula y nos daba una vuelta por la playa para hablarnos del mar, del faro y de los barcos o nos subía a la Alcazaba para explicarnos de dónde veníamos. Aquellos eran unos paseos dirigidos, donde los niños íbamos cogidos de la mano por las calles, sintiéndonos libres simplemente por haber salido del colegio.
Con la adolescencia fuimos descubriendo el placer de la aventura y una nueva forma de excursión, la acampada, que nos hacía sentir doblemente libres. Ir de acampada no solo significaba disfrutar de los amigos durante un par de días sin obligaciones y sin la mirada de los padres, significaba también el descubrimiento de la naturaleza en toda su extensión.
La acampada era una forma de aventura barata, amable y pandillera en una época donde casi nadie viajaba. La acampada entraba dentro de las actividades bien valoradas en la mayoría de las familias. Si uno le decía a su padre dame dinero que me voy a pasar dos días a Granada con unos amigos, lo tenías crudo para conseguir su permiso, pero si por el contrario planteabas en tu casa la posibilidad de irte de excursión al campo un fin de semana, tenías muchas más posibilidades de éxito porque veníamos de la cultura de los paseos y las excursiones dominicales que hacíamos en familia cuando tuvimos nuestro primer coche. Si desde niños habíamos salido al campo y a la playa a disfrutar de la naturaleza con nuestros padres, no había motivos para qué no nos dejaran hacer lo mismo con nuestros amigos.
Hoy sería imposible ir de acampada como lo hacíamos en los años ochenta, cuando casi todo estaba permitido, cuando tenías la impresión de que el bosque más bucólico de la provincia y la playa más paradisiaca de nuestro litoral la habían puesto allí para tí. La acampada nos abría los ojos, nos enseñaba a valernos por nosotros mismos, a salir de la falda de la madre que nos ponía el plato en la mesa y nos hacía la cama y a descubrir la belleza y la fuerza que tenía la naturaleza.
La acampada también nos servía para despertar nuestro espíritu innato de exploradores, a nosotros que lo explorábamos todo: las ventanas del dormitorio de la vecina de enfrente, los cajones del comedor por si te encontrabas alguna moneda perdida...
Ir de acampada era un ejercicio de socialización que fortalecía los lazos del grupo. Lo compartíamos todo: el fuego, la comida, la tienda de campaña, los secretos amorosos y sobre todo esa sensación de libertad irrepetible que te invadía cuando dejabas atrás la rutina de la vida cotidiana y las aburridas obligaciones familiares para entregarte de cuerpo y alma a tu amigos y a la naturaleza.
En aquellas excursiones de fin de semana compartíamos hasta el papel higiénico, que era uno de los objetos más valorados si no querías volver a la prehistoria de tener que limpiarte con una piedra. Ponerse en cuclillas y hacer tus necesidades al aire libre te proporcionaba también un sensación inigualable de plenitud, como si el mundo estuviera en tus manos. Por primera vez tenías el privilegio de ‘ir al váter’ sin prisas, sin que otro te tocara en la puerta para entrar él, y tal era el estado de éxtasis en aquel momento que te quedabas mirando al firmamento como si acabaras de descubrirlo.
Las acampadas te cambiaban el reloj interno que todos llevábamos incorporado. Dejábamos atrás el despertador y saboreábamos el placer de levantarnos con el sol y de acostarnos agotados mirando todas esas estrellas que nunca aparecían en el cielo de la ciudad. Así, mirando hacia arriba, compartíamos la sensación de libertad como se comparte un cigarrillo o las longanizas que calentábamos en la fogata mientras nos contábamos nuestras confidencias y nuestras esperanzas.
A veces, una acampada tenía el aliciente añadido de algún pueblo que quedaba cerca. Las incursiones al pueblo nos permitían encontrarnos con una realidad muy distinta a la que teníamos en la ciudad: las cañas eran más baratas, los bocadillos eran más grandes y las niñas te miraban con ojos diferentes.
Llegábamos al pueblo con la aureola de muchachos de la capital y eso te daba un plus a la hora del flirteo. Nos sentíamos más cosmopolitas, más mundanos y sobre todo, más libres porque nadie nos gobernaba en esos momentos.
Las acampadas te dejaban una huella profunda. Cuando después de un par de noches fuera volvíamos a nuestra casa y nos reencontrábamos con la realidad, teníamos la sensación de que ya no éramos los mismos.
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