La calle de la Reina era la frontera que separaba el barrio de la Almedina de las manzanas de la Catedral y el Ayuntamiento. La calle de la Reina era como un pequeño río de asfalto que bajaba desde los cerros de la Hoya trazando una curva a mitad del camino para desembocar en las escalerillas que bajaban al Parque y al mar.
Aquel brazo de rambla convertido en avenida llegaba con las escrituras en la mano cuando caía una tormenta y las aguas descendían en tromba desde la cuesta de Almanzor y los cerros que rodeaban la Hoya. Cuando sucedía uno de aquellos episodios la calle se hacía intransitable y a la altura del cruce con la calle Arráez los vecinos tenían que colocar tablones para poder cruzar de una acera a otra. En la tienda de ultramarinos de Rafael Fenoy, que estaba en la esquina, la fuerza del torrente obligaba al dueño a amurallar la puerta con tablones para que el caudal no le inundara el negocio.
La calle de la Reina era entonces una avenida principal que atravesaba el corazón de la ciudad de norte a sur. Nacía por arriba bajo los muros de la Alcazaba y la sospechosa calle de la Viña, que arrastraba la mala reputación de las casas de citas que allí se alineaban, y moría al sur, en ese último tramo que cruzaba por delante de las ventanas del Asilo del Hospital.
Cuando venía al puerto un barco de guerra extranjero, la calle de la Reina era la pasarela oficial, el camino mágico de los jóvenes marineros que con las hormonas a flor de piel ascendían la cuesta en busca de las mujeres de la vida. Las primeras palabras en inglés que aprendimos los niños del barrio iban impregnadas de alcohol y deseo. La calle de la Reina tenía la fuerza de los lugares que la atravesaban, calles importantes que hace medio siglo estaban llenas de vida. La calle de la Reina era también la calle Arráez, paso principal de los que venían del Reducto y la Chanca hacia el Ayuntamiento y el centro de la ciudad. La calle de la Reina era también la calle Bailén y la Plaza de Castaños, las puertas de entrada hacia la Plaza de la Catedral. La calle de la Reina era prima hermana de la calle Pedro Jover con la que se cruzaba a la altura del Hospital Provincial, y lleva grabada la esencia del Parque en el que desembocaba.
A finales de los años sesenta, cuando aún circulaba un coche de vez en cuando, los niños jugábamos a lanzarnos con las bicicletas desde arriba y sin darle a los pedales acabábamos en el Paseo de San Luis. Por aquella época ya habían llegado los primeros edificios que tanto daño causaron a la calle de la Reina. La primera construcción moderna que se levantó fue el del cine Roma, en 1959, y a partir de ahí se abrió una veda que se hizo insoportable en las décadas siguientes y que azotó con tanta fuerza que se llevó por delante la naturaleza misma de la calle. Casas antiguas que eran auténticos palacios, cayeron bajo la fuerza de las piquetas y las máquinas excavadoras, provocando la aparición de los pisos modernos, cada uno de su padre y de su madre, auténticos mamotretos, que trajeron más familias a la calle y al barrio, pero que dinamitaron la belleza y el espíritu de todo aquel entorno.
Las nuevas construcciones hicieron mucho daño, aunque fueron bien recibidas por los comerciantes. En aquellos años, la calle de la Reina tenía sus tiendas de referencia, algunas con una historia detrás, como la de Rafael Fenoy, que había conocido las colas de la posguerra para el azúcar y el petróleo, como la farmacia de la esquina con la Almedina, que había sobrevivido en la guerra civil vendiendo alcohol de contrabando.
La calle de la Reina era la calle de la cristalería Platil, aquel negocio familiar que hizo las ventanas de media Almería en los años setenta. Era la calle de los colegios San José, Diego Ventaja y Reina Victoria y de los vendedores ambulantes que se colocaban delante de los colegios a la hora de la salida.
La calle de la Reina era la calle del cine Roma y de la tienda de Lolica que nació justo enfrente, primero como un carrillo ambulante y después, como un local que acabó convirtiéndose en el negocio más conocido del barrio. El fin de semana que había un estreno importante en el cine, el negocio de Lolica no cerraba sus puertas hasta que no entraban a la sala los espectadores de la última función.
Era la calle de la fontanería Rodríguez, de la tienda de comestibles de Mariano, de las losas de Ibáñez y del bar de Emilio y del de Matías, que vino después. La calle de la Reina era la calle de la peluquería de Toli, que marcó una época entre las mujeres del barrio, y la calle de la Plaza Muñoz y del callejón de Pizarro, donde estaba la cochera de los Torres, aquella familia de aurigas que fue la envidia de la ciudad cuando uno de los hijos, José María Torres, paseó en su coche de caballos por toda Almería a Henry Fonda y a Claudia Cardinale
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