Fue el Obispo don Alfonso Ródenas el que tuvo la brillante idea de montar una constructora en el nombre de la Iglesia para aprovechar aquella primera fiebre del ladrillo que azotó a la ciudad desde los años sesenta. Construir viviendas sociales y de paso hacer caja se convirtió en un negocio principal para sostener los cimientos de la institución religiosa y para tener la conciencia tranquila, ya que en teoría se trataba de obras de carácter benéfico.
El último gran trabajo de don Alfonso Ródenas antes de morir fue levantar una torre de cemento y hormigón enfrente de la histórica torre del campanario de la Catedral. Poco le importó al prelado la nobleza del edificio catedralicio. La Iglesia disponía de un amplio solar entre las calles de Velázquez y Alfonso VII y había que aprovecharlo como fuera y la mejor forma de hacerlo era construyendo un edificio moderno como los que ya estaban minando el casco histórico de Almería en aquellos fatídicos años.
En 1964 el arquitecto Fernando Cassinello presentó los planos del nuevo edificio que pretendía construir rozando los muros del gran templo. La idea original era levantar nueve plantas, lo que significaba igualar la altura de la torre del campanario para que el nuevo edificio se codeara de tú a tú con la Catedral, pero la Comisión de Obras Públicas le recortó una planta para no incumplir las normas que ordenaba el Plan General. Para disimular un poco aquella auténtica afrenta al patrimonio cultural y al sentido común, el propio arquitecto se sacó un as de la manga dándole a la fachada un toque estético distinto para enmascarar las miserias de aquel invento. “El noble emplazamiento del edificio, en el casco antiguo de la ciudad, frente a la Catedral, nos exigía un planteamiento estético original”, escribió el señor Cassinello en su informe.
Ese planteamiento original consistió en una solución aporticada de la fachada principal, presidida por columnas cilíndricas que sostenían el edificio a la altura de las dos plantas inferiores. Pero ni las columnas ni las buenas palabras del arquitecto pudieron disimular la agresión monumental que este edificio supuso para el casco histórico en general y muy especialmente para la Catedral que tenía enfrente.
Sí la propia Iglesia se había atrevido a menospreciar su patrimonio para hacer negocio, sí el Ayuntamiento había permitido su ejecución, si la prensa local aplaudía cada casa antigua que se tiraba y cada edificio nuevo que se construía hablando de progreso, la suerte estaba echada para Almería en aquel momento. Todo estaba permitido a la hora de construir. Aquel año de 1964 marcó sin duda el apogeo del fenómeno de destrucción no solo de nuestro casco histórico, sino de barrios populares y de gran belleza arquitectónica como el Reducto, la zona de la Plaza de Toros y el Quemadero, que quedaron a merced de los especuladores.
El edificio frente a la torre del campanario fue uno más en la larga lista de trabajos que ejecutó la constructora eclesiástica Santos Zárate. Las historia había comenzado en los primeros meses de 1959, cuando ya tenía proyectado su primer trabajo: un edificio de veinte viviendas de renta limitada y locales para oficinas, firmado por el arquitecto Guillermo Langle Rubio, en la Plaza de Marín con subida por la calle de Navarro Darax. Para hacerlo realidad tuvieron que echar abajo la antigua y noble vivienda que fue la primera sede de la institución ahorradora, la casa señorial de doña Francisca Giménez Delgado, que en su testamento donó el edificio para que acogiera el Monte de Piedad.
La constructora Santos Zárate había empezado con fuerza, alentada por las ganancias económicas y morales que suponía aquella empresa llamada a proporcionar viviendas a los más necesitados, una aspiración que se quedó a medio camino. El edificio construido en la Plaza de Marín no fue destinado para recibir a familias pobres, sino a aquellos compradores que pudieron permitirse la inversión.
Sí tuvo más repercusión social el segundo gran proyecto que puso en marcha la constructora de la Iglesia, un conjunto de treinta y dos viviendas en el paraje de la Chanca conocido como el Martinete, que sirvió para aliviar la presión urbanística de medio barrio que vivía en condiciones infrahumanos en cuevas y chabolas.
El ladrillo se convirtió en un buen negocio, una empresa que dejaba mejores dividendos que los cepillos de las parroquias, por lo que en aquellos primeros años sesenta la actividad fue frenética: las veinte viviendas de la Plaza de Marín, las treinta y dos del Martinete y diecisiete en la céntrica calle Infanta, enfrente del colegio de monjas María Inmaculada.
La constructora Santos Zárate hizo su agosto en barrios nuevos como la zona de la Rambla de Iniesta, lo que después fue el barrio de Piedras Redondas, donde empezó a construir viviendas subvencionadas en 1967.
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