La leche se convirtió en uno de los alimentos fundamentales en la posguerra. Podía faltar el pan, podían escasear el azúcar y el aceite, pero en las casas no podía faltar el cazo lleno de leche que aportaba todos los nutrientes necesarios para poder sobrevivir cuando no todas las familias podían comer dos veces al día.
La leche llegó a ser tan necesaria como peligrosa, debido a las precarias condiciones sanitarias de su producción, que originaban frecuentes problemas de salud entre los consumidores. Con frecuencia, llegaban al laboratorio de la ciudad, dirigido por el veterinario don Agustín Paniagua, leches con una riqueza microbiana superior a la admitida en las ordenanzas, casi siempre por el poco escrúpulo de los vaqueros y cabreros de la capital, que no se preocupaban de realizar las operaciones elementales en la higiene de los establos, en el ordeño, en el manejo de los utensilios empleados para la recogida de la leche y en su transporte hasta la llegada al consumidor.
En este contexto de precariedad y para garantizar la calidad y la salubridad de la leche, nació en 1944 un ambicioso proyecto industrial que tuvo como promotores a los farmacéuticos Federico Navarro Coromina y Pedro Soria Ramírez. Los dos boticarios se unieron para poner en marcha la Estación Saneadora de Leche de Almería (ESLA), que empezó a funcionar en 1944 en una vivienda de la calle Conde Ofalia.
La empresa contaba con una importante maquinaria para garantizar la higiene absoluta de la leche. Tenía unos modernos depósitos receptores de leche, una depuradora, una pasteurizadora, un grupo de refrigerantes para conservar el producto una vez pasteurizado y máquinas para enjuagar y cepillar los cántaros que manejaban los clientes.
La Estación Saneadora de Almería disponía de un servicio de carros para distribuir el producto tanto por los comercios autorizados para despachar la leche como por las casas particulares de los clientes. Esta importante industria que nació en Almería en plena posguerra fue la primera que fabricó un nuevo producto desconocido hasta entonces por el público, que llevaba el nombre de yogur, y era una de las elaboraciones ‘estrella’ de aquella fábrica experimental de productos dietéticos de origen lácteo en fresco que crearon Federico Navarro y Pedro Soria.
Aquellos yogures primeros que se conocieron en Almería no nacieron con vocación de postres, sino como una medicina que recetaban los médicos para los que arrastraban problemas digestivos o se recuperaban de una enfermedad.
A la estación llegaba la leche recién ordeñada y se esterilizaba de forma correcta hasta matar los gérmenes que podían llegar a ser mortales. La estación saneadora de la calle Conde Ofalia tuvo éxito en los primeros tiempos, aunque la mayoría de los vecinos de la ciudad siguió fiándose de sus lecheros de siempre sin tomar otra medida que poner a hervir en un cazo la leche fresca.
Cada lechero tenía entonces su clientela fija. Era una profesión donde la confianza jugaba un papel crucial porque la adulteración del producto con agua y bicarbonato estaba a la orden del día. El Ayuntamiento puso en funcionamiento un servicio especial de vigilancia para controlar la calidad de la leche. Estaba formada por dos parejas de municipales que hacían un recorrido a diario por los barrios buscando a los vendedores para pasarles un rudimentario control que detectaba el agua. Si existía fraude, les vaciaban las cacharras tirando la leche en la misma calle y los sancionaban con una multa.
Los vendedores de leche venían de la Vega y también de Los Molinos, el barrio donde más vaqueros había por metro cuadrado. La calle Octavio Aguilar, cerca de la iglesia, estaba considerada como el olimpo de los lecheros. Antonio Piedra, ‘el Conejo’, ‘el Manco’, ‘el Madre Mía’ y Manuel Lores, fueron algunos de aquellos hombres a los que toda la ciudad conocía.
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