Un día, a la ciudad se le presentó un serio problema, un conflicto que no esperaba y para el que no estaba preparada. La aparición en escena de los coches y su extensión a las clases medias cambió la decoración de las calles, que dejaron de ser esos callejones amables cargados de costumbres, habitados por vecinos y por niños, para llenarse de monstruos con cuatro ruedas que se fueron convirtiendo en los nuevos dueños del escenario.
Los coches, que a comienzos de los años sesena representaban el paradigma de la modernidad y el progreso, empezaron a llegar a oleadas a una Almería que seguía teniendo un casco histórico lleno de calles de tierra, donde aún no había llegado el asfalto ni el deseado y necesario alcantarillado que estaba empezando a ejecutarse.
En aquella ciudad con sus calles patas arriba, empezaron a instalarse nuevos inquilinos. Cuando un vecino prosperaba y se compraba su coche, lo instalaba delante de la puerta de su casa como si la calle fuera suya. Así fue al principio. Cada chofer aparcaba donde quería y como el asunto del tráfico era nuevo y no estaba aún regulado para la nueva realidad, las apacibles calles se fueron convirtiendo en una selva sin que nadie fuera capaz de poner orden.
El asunto derivó en un auténtico disparate, de tanta magnitud que había dueños de coches que se apropiaron de sus aparcamientos junto a las aceras o en los solares abandonados y echaron a los niños que les estorbaban. Todos los que vivimos aquel tiempo recordamos a aquél vecino que nos tenía sentenciados si nos atrevíamos a darle un balonazo a su coche recién estrenado y cada vez que nos poníamos a jugar un partido o a intercambiar unos ‘chutes’ con la pelota, salía en tono amenazante dispuesto a reconquistar su territorio.
El coche se convirtió en el rey de la calle y los niños que hasta entonces gobernaban a sus anchas por aceras, descampados y solares, empezaron a sufrir la dureza de aquella represión y conocieron el exilio cuando tuvieron que buscar acomodo en otras latitudes. Muchos acabamos tomando como nuestra la explanada de la puerta principal de la Catedral, lo que originó otro conflicto, ya que no era el sitio apropiado para jugar al fútbol como se quejaban amargamente los sacerdotes y como nos repetían los municipales que venían a quitarnos los balones. Otros encontraron el desahogo de las pistas deportivas de cemento que construyeron en el cauce de la Rambla, insuficientes para tanta demanda, o en los páramos del Zapillo, donde la vega en retirada dejó zonas libres que fueron utilizadas como campos de fútbol.
Nada volvió a ser lo mismo cuando los coches nos invadieron y nos quitaron las calles. Atrás, en el recuerdo, se quedaron los buenos tiempos cuando un coche era una rareza y los niños nos sorprendíamos y nos alborotábamos cuando escuchábamos sonar a lo lejos el motor de un coche; pasaba uno de vez en cuando y podíamos tomar las calles como si fueran el patio de nuestra casa.
Eran tan escasos los coches que nos familiarizábamos con ellos como si fueran unos vecinos más. Los conocíamos por el ruido que hacían y antes de que aparecieran ya sabíamos si el que venía era Seat 600 de Telesforo, el chófer del Obispado o el Simca 1500 de Rafael Plaza, el taxista del barrio. Teníamos grabado en la memoria el sonido del motor del camión de la regadora, que pasaba en las tardes de verano para quitar el polvo de las calles; el rugido de las motos de los municipales que eran una amenaza para los niños callejeros; el estruendo inconfundible de la Ducati del lechero que llevaba su mercancía de casa en casa y el quejido permanente del Isocarro del hombre de los huevos. Aquel artefacto tenía un sonido tan diferente que había quien definía al Isocarro como “un señor montado en un ruido”.
Las calles sin coches eran una invitación a la vida, un territorio para compartir. En los barrios, donde abundaban los callejones y la presencia de un coche era más remota, las calles tenían una banda sonora constante: las voces de los niños. Había un alboroto general que era común en casi todos los barrios, donde también se repetía la escena de los vecinos sacando las sillas a las puertas de las casas en las noches de verano.
Como apenas pasaba un coche era fácil plantar la silla en la calle y ponerse a cenar. En ese ritual se perpetuaba la convivencia casi familiar que entonces existía entre los vecinos. A la calle se salía a tomar el fresco, a cenar y a contarse la vida. Lo mismo sacábamos una silla, un taburete o una caja vacía de cerveza para sentarnos, que nos tumbábamos en el tranco o en la misma acera desafiando a las hormigas. Teníamos una sensación de pertenencia del territorio casi primitiva, una realidad que se quebró cuando los coches se plantaron delante de las puertas de las casas para decirnos que los tiempos habían cambiado.
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