La diosa libertaria de Almería

Aparece Anita Garbín como la Marianne de la Revolución Francesa, con la cara llena de ilusión

La mliciana anarquista Ana Garbín Alonso (Almería, 1915- Beziers, 1977) en la mañana del 25 de julio de 1936 en la calle Hospital, en Barcelona.
La mliciana anarquista Ana Garbín Alonso (Almería, 1915- Beziers, 1977) en la mañana del 25 de julio de 1936 en la calle Hospital, en Barcelona. La Voz
Manuel León
20:00 • 11 ene. 2025

Es, la de esa mujer con el puño en alto y mirando el infinito, como la imagen de un Instagram antediluviano. Probablemente Anita Garbín -que así se llamaba la protagonista de esta imagen icónica capturada en el preludio de la Guerra española- se hubiera hecho con ella un Tik Tok y la hubiera subido a la nube de sus redes sociales para que le dieran likes sus seguidores. Pero, aunque ella flote en una nube, no había entonces nada de toda esa caterva dactilar que ha ido viniendo mucho después y que no para de venir, sin que acertemos a averiguar qué será lo próximo. 



Anita no estaba posando para hace un reel, ni siquiera sabía -en esa mañana luminosa del 25 de julio de 1936- que la estaban retratando y que su efigie daría la vuelta a ese mundo omnívoro de entreguerras que le tocó vivir, como la dio la imagen del miliciano  muerto en el frente de la sierra cordobesa inmortalizado en la cámara de Robert Cappa. 



Y sin embargo, en ese instante supremo, antes de que viniera toda la simbología y prosopopeya  ulterior, antes de que esa muchacha quedara inmortalizada para la posteridad en carteles y libros sobre la guerra fratricida, no había nada más real que ella misma, que Anita, subida a una barricada de sacos llenos de tierra, junto a la bandera anarquista de la CNT y de la FAI, en la calle Hospital de Barcelona, frente a una vieja tienda de cuadros; es ella, por encima de todo, posando como una diosa libertaria, como una Nefertiti frente a un fuente del Nilo, con su pelo corto, con su mono de miliciana, alegre, confiada,  sintiéndose plenamente dueña de su futuro, sin saber aún lo que se le iba a venir encima en unos pocos años, cuando una de las dos Españas le helara el corazón; está ahí en ese instante supremo, como una Palas Atenea; y sigue estando ahí, después de más de ocho décadas, gracias a que un fotógrafo humilde, que escondió durante años estas fotos por miedo. La retrató con espontaneidad ese día, sin saber que la convertiría con el tiempo en un símbolo libertario. Y su valor, el valor del fotógrafo Antonio Campaña, es que en la imagen no solo se ven los rasgos y las facciones de Anita, sino que parece atrapar también sus pensamientos, sus ansias, sus anhelos, su orgullo de ver frenado momentáneamente al fascismo, mientras un miliciano bien peinado apunta con un rifle a la pared, como ensayando ante un enemigo imaginario. 



Pero aunque esa doncella  ácrata ha transcendido su tiempo y ha quedado como una alegoría de la resistencia frente a los golpistas del 36, como aquella Marianne de la Revolución Francesa con el gorro frigio y la teta al aire frente a la nobleza, detrás hay una persona de carne y hueso, una biografía, una vida vivida en tiempos espumosos con los que la muchacha tuvo que pelear día tras días. Esa Anita subida a ese pedestal bélico ese día de Santiago del 36 se llamaba Ana Garbín Alonso y nació en Almería en 1915. Era hija de Manuel Garbín Ibáñez, empleado en la empresa de ferrocarriles, y de Gabriela Alonso Martínez, frutera en un puesto del Mercado Central. Anita era la mayor de seis hijos, una familia que tuvo que emigrar pronto a Barcelona cuando el progenitor se quedó sin empleo. Anita se colocó entonces desde muy joven como dependienta en Casa Jorba, unos grandes almacenes de la Barcelona de preguerra que fueron adquiridos por Galerías Preciados. Después se hizo costurera, se casó, tuvo una niña a  que puso de nombre Liberty, se divorció y se convirtió en amante de un oficial republicano que tenía su propia familia en Francia. Todo eso le ocurrió a esta muchacha almeriense antes de cumplir los 21, que es la edad que tenía cuando  la inmortalizó Campaña.



Tras la Guerra, como una vencida más del éxodo republicano, cruzó la frontera de Francia y se avecindó en Beziers, cerca de Montpellier. Allí rehizo su vida, se casó con José Lumbreras, un comunista español, tuvo a su hijo José y siguió trabajando de costurera. Su hogar se transformó entonces, en una Pequeña España, una Pequeña Almería, donde en un mismo lecho dormían un comunista y una anarquista, una anarquista almeriense y católica -así de caprichosa es la condición humana- que llevó a su hijo a la catequesis y que solía ir a misa los domingos y cuya tumba en el cementerio de Beziers está presidida por una cruz.



Nunca más volvió a su tierra Anita, nunca más pisó su Almería querida, pero en su casa, contaban hace poco sus descendientes, siempre hubo una bandera española y un recuerdo de Almería; siempre hubo una paella que Anita preparaba los domingos en un fuego en el jardín y una banda sonora, la de Manolo Escobar o Antonio Machín, allende los Pirineos. 



A esa almeriense exiliada le encantaba recibir a españoles en su casa y recordar sus días felices en Almería y en Barcelona y le gustaba montar en motocicleta y recorrer los paisajes de la campiña francesa donde maduró y envejeció. Nunca más quiso entrar en política activa, nunca perteneció más a un sindicato. La guerra, según su hijo, la marcó como a una res, la hirió, la persiguió durante toda su vida, porque nunca creyó que la perdería, porque nunca imaginó que aquella mañana de julio del 36 en la que resplandecía por haber frenado a la tropas de Franco iba a ser flor de un día. Toda esa gracia almeriense, toda esa alegría quedó empañada cuando cruzó la frontera envuelta en mantas, un mes de marzo del 39, como una vieja prematura de 24 años. 



Nunca más quiso volver a España, nunca más quiso volver a Almería, la tierra en la que nació y creció. Nunca más. Nunca explicó por qué. Igual que nunca supo que su imagen se iba a convertir en un símbolo, que su mirada al frente, que su puño en alto, que su sueño, el sueño de una mujer que se sentía libre ese día, iba a ilustrar décadas después libros y póster de simbología anarquista y libertaria. Murió la modistilla almeriense, en 1977, sin saber todo eso, justo cuando había muerto Franco y cuando un tiempo nuevo y libre -por el que ella luchó tanto-  iba a amanecer en su patria. 


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