Un alborozo colectivo embargó aquel día a la ciudad del sol, un jubilo casi sonrojante a los ojos de hoy día, que hizo que más de 6.000 almerienses, rezan las crónicas, acudieran caminando o en carruajes al periférico barrio de Los Molinos de Viento, junto al marjal de don Francisco Barroeta, al acto de inauguración del Ingenio de Montserrat.
Allí se dieron cita industriales, comerciantes, banqueros, magistrados, artesanos, damas con vestidos de seda protegidas por aquellas sombrillas de la época y cientos de vegueros que iban a cultivar el cañadul para la catalana Compañía Peninsular Azucarera.
Días antes, había desembarcado en el Muelle la voluminosa maquinaria de vapor Watt de 350 toneladas y todo estaba dispuesto para que Almería se subiera por fin al vagón del progreso con diademas de humo coronando su cielo azul, con esa actividad fabril de tinglados que tanto se envidiaba -y se sigue envidiando- en esta tierra de menestrales.
El obispo, José María Orberá, mientras sonaban las campanas de todas las iglesias de Amería, junto al gobernador Giménez Ramírez y el acalde Agustín de Burgos, arrojó el agua bendita, bajo la advocación de la Virgen de Montserrat, sobre el motor del vestíbulo y los asistentes estallaron en gozo. El ejecutivo de la compañía, señor Vilaseca y el gerente de la nueva factoría Bover Muntadas dieron orden de descorchar el cava y los licores y sacar las bandejas de dulces y canapés esa mañana de febrero de 1885. Almería, con el apoyo del capital catalán, iniciaba así el sueño industrial queriendo emular en la distancia a esa gran burguesía barcelonesa ejemplificada en los Ríus o los Segarra.
Pocas iniciativas -aún no había llegado el ferrocarril de Linares- habían levantado hasta entonces tanta expectación en la ciudad. Tras los brindis intervino el industrial Braulio Moreno leyendo ripios de Francisco Roda Spencer y de Manuel Albacete.
Subieron también a la tarima a expresar su júbilo los empresarios Levenfeld, Fausto Romero, Fernández Delgado, Antonio Ledesma, José Litrán y el periodista Gutiérrez de Tovar, que no pararon de dar las gracias a los amigos catalanes que habían confiado en Almería para extender su industria azucarera.
Reticencia de vegueros
Así estuvieron los invitados en una ceremonia que se alargó hasta las cinco de la tarde y que finalizó enviando telegramas de agradecimiento a la central de la compañía en Barcelona y a la prensa catalana.
Los problemas de desabastecimiento del azúcar que llegaba de Cuba a la Península había hecho que las principales empresas azucareras emprendieran la construcción de nuevos ingenios y Almería fue uno de ello, como ya los tenía la vega de Adra desde muchos años atrás.
El proyecto, sin embargo, no tardó en encallar, porque la vega no se transformó en ese campo de caña como creían los promotores y el agua del Mamí y el alumbramiento de nuevos pozos no fue suficiente para atender la labor.
Los hortelanos de miles de tahúllas de Los Partidores, El Bobar, el Jaúl o San Sebastián no arrancaron sus hortalizas, sus patatas, su maíz para sembrar caña porque, a pesar de las expectativas, no quisieron aventurarse en cultivos distintos a los de sus antepasados.
El negocio fue recuperado en 1889 por la sociedad Cumella y Compañía dirigida por Fernando Cumella y José Molina Sánchez, y participada por el Marqués de Cadimo, Felipe Bustos, Miguel Barbatín y Careaga y Miguel Ruiz Soler con un capital de 1,1 millones de pesetas.
Su pretensión era hacer funcionar el Ingenio de Montserrat para fabrica azúcar de remolacha, según las nuevas tendencias del periodo. Adquirieron maquinaria suministrada por Fives-Lille y plantaron 2.400 tahúllas de esa especie, pero el proyecto fracasó de nuevo.
No fue el último: la empresa Gómez Sánchez y Caro adquirió las instalaciones en 1895 tratando de engatusar a los agricultores, anticipándole la semilla y el abono al costo, con la garantía de los banqueros almerienses Ulibarry y Peydró, quienes avalaban a cada labrador la cosecha. Se plantaron cien hectáreas, a las que se sumaron tierras de Fiñana, Abla y Abrucena y se consiguió un apeadero de la nueva línea férrea de Linares que facilitaba las labores de acopio.
Solo funcionó unos años con rentabilidad, con una producción de tres millones de kilos en 1900 como principal hito.
A partir de 1904, la Sociedad General Azucarera de España se hará cargo de la propiedad del Ingenio de Montserrat, iniciando un proceso de concentración en trust que hizo que se desmantelara la azucarera de Los Molinos, a pesar de su moderna maquinaria que fue trasladada al Ingenio de San Torcuato de Guadix donde la cosecha remolachera era más abundante. La escasez de materia prima fue de nuevo la clave de su tercer fracaso.
La finca del Ingenio tenía una extensión de 13 hectáreas y contaba con un señero edificio con depósitos para miel y azúcares, talleres de carpintería y herrería, silos para pulpas para alimento de vacas lecheras, caldera de ácido carbónico, cuadras, pajares y 21 viviendas para obreros.
Todo ese tinglado se convirtió en una triste prisión durante y después de la Guerra donde penaron y pasaron un hambre atroz miles de almerienses de uno y otro bando, donde fueron fusiladas más de 300 personas al amanecer.
Hoy solo queda, de todo aquel sufrimiento, de aquella mañana de damas endomingadas y burbujas de champán, la Puerta berroqueña, la Puerta del Ingenio, como un centinela de que nada parecido vuelva a ocurrir jamás.
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