Fue en la Isla de Wight, donde cumplía condena viendo volar cormoranes, donde otro preso con pijama de rayas le habló de Mojácar a Gordon. ‘Mojácar’: le sonó a libertad, a utopía, a playas desnudas de pasado, donde hacer borrón y cuenta nueva en el libro de su vida.
Le sonó a ilusión por seguir viviendo, por mantener la llama del delirio encendida, a un joven de Oxford, de poco más de 30 años que acababa de protagonizar el golpe del siglo. Se encariñó con esa tierra almeriense sin conocerla, colgado por ella sin saberlo, por las descripciones que le hacía su vecino de celda, sin haber pisado si quiera sus calles o su arena, como las pisó luego. Se puso a aprender español con cintas de radiocasette, sabiendo que tenía por delante mucho tiempo. Pero la condena se quedó en 12 años, de los 35 iniciales, por un cambio de ley. Gordon Goody, la mañana de su libertad, se afeitó, se vio una década más viejo, hizo el petate y pensó en Mojácar, como Morgan Freeman pensó en Zihuatanejo.
Hasta Mojácar llegó en 1977 el cerebro del asalto al tren de Glasgow de 1963, el que fue portada de todos los periódicos del mundo, al que le correspondían tres millones de euros del robo pero que no llegó a disfrutar ni un penique.
Se compró el ladrón de guante blanco, el Dioni inglés, un apartamento en Guardias Viejas, en esa Mojácar playa que empezaba a consolidarse como el nuevo territorio donde nadie preguntaba por el pasado. Compró uno de los primeros chiringuitos, con el aventurero nombre de Kontiki, a un compatriota primo de la Reina de Inglaterra. Y allí, frente al Parador de Turismo, con sus brazos tatuados y su semblante de tipo duro, se puso a tirar pintas de cerveza y a brasear sardinas.
Artillero y peluquero
Lejos quedaban sus tiempos como mal estudiante, sus inicios como artillero real, su salón de peluquería en Fullham y sus primeros atracos a joyerías; lejos quedaban los preparativos para arramblar el tren postal de Glasgow a Londres, disputándose el liderazgo del grupo de 15 compinches, con Bruce Reynolds y Ronnie Biggs: él -el Gordon criado en Oxford, el tipo elegante de trajes de 500 libras y osamenta de gladiador- era quien tenía que llevar en la cabeza el croquis del golpe para que saliera bien: los horarios, el cambio de semáforo, los vehículos para huir y el escondite perfecto; lejos quedaban también los días escondidos en esa granja, jugando al monopoly, fumando hasta ahogarse, compartiendo con gatos latas de beens. Hasta que los pillaron por unas malditas huellas en los platos y todo el castillo de naipes se derrumbó, todas las cuentas de la lechera se quedaron en eso, incluidos los 2,6 millones de libras que robaron, que equivaldrían a unos 46 millones de euros actuales.
Todo eso quedaba ya lejos para el nuevo Gordon, a pesar de que volvió a tropezarse con la justicia por presunto tráfico de hachis en 1986. Pero su vida ya se encamino por los senderos de la placidez, de los de un hombre tranquilo, aunque de labios apretados. Fueron transcurriendo los últimos años de su vida rodeado de una colonia de amigos que lo protegían de su pretérito imperfecto, con los que compartía el rosbif de los domingos.
Se mudó a un cortijo donde vivió rodeado de perros y gallinas junto a su compañera, invitando a cenar a sus íntimos, mirando siempre al infinito con sus ojos de águila, como cuando se preguntaba, tras la barrotes, si sería verdad que Mojácar era un pueblo de brujas y aquelarres.
Un ladrón de guante blanco que rehizo su vida
Había quedado con Ric Polanski, uno de sus viejos amigos de la Mojácar Golden, para comerse un asado la semana que viene. Aunque, con el enfisema que arrastraba, con todos sus achaques, era más bien un farol, un brindis al sol y él lo sabía. Ya tenía los huesos muy cuarteados y apenas salía.
Hubo otro tiempo en los que frecuentaba a sus amigos de Guardias Viejas, de la Paratá, a Graham, el escocés vendedor de libros de segunda mano. Un tiempo en los que solo Mojácar podía tener entre sus vecinos al más famoso atracador de la historia, con permiso de Luis Válor, campando a sus anchas sin nadie que le tosiera.
Se le podía ver entre los camareros del bar El Arco, en las legendarias fiestas de Titos a la luz de la luna de Las Ventanicas, en el Koy de Mauro. Se le podía ver con el pelo amarillo, alto como una estaca, acariciando la cara de los niños de sus amigos en grandes celebraciones, con mesas corridas repletas de licores. Mojácar le enseñó a vivir, le hizo olvidar sus ganas enloquecidas de hacerse rico a costa de lo que fuese.
Fue un ladrón de guante blanco que nunca pegó un tiro, que le gustaba lucir rolex en la muñeca y calzarse zapatos italianos. Fue un jovenzuelo con ínfulas, en un barrio inglés de rapaces, que no supo escapar de la telaraña del hampa, hasta que llegó a la Mojácar de los 70, aquella en la que aún se mezclaba el pimentón con el blody mary, las enaguas con el biquini, las cabelleras rubias con los ojos oscuros como la noche.
Gordon, con su porte de caballero inglés, nunca quiso hablar de su pasado, de lo que ocurrió esa larga madrugada del 8 de agosto de 1963, en la que en veinte minutos desvalijaron un tren entero.
Nunca quiso hablar de que él fue el cerebro, a pesar de que sus colegas, uno a uno, iban cantando la gallina, quebrando el código de silencio que habían pactado a fuego. Ayer volvió a ser noticia en todos los tabloides británicos. Su rostro afiliado, su flequillo rebelde de juventud, volvió a salpicar las páginas del Daily Mail, The Guardian, The Thelegraph, como hace ahora 53 años, cuando protagonizó una aventura que le persiguió toda su vida, hasta que descubrió Mojácar.
En esa tierra de adopción falleció ayer, sereno, tranquilo, con los pulmones gastados, este cuatrero de trenes, este atracador que supo rectificar hasta llegar a ser querido por mucha gente. Toda esa gente que el domingo se concentrará al mediodía en el tanatorio de Mojácar a recordarlo, a rendirle homenaje como al mejor de los amigos, al canalla inglés que supo levantarse a tiempo del barro.
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