A Antonio Salmerón Callejón -el último cochero de Almería desde hace más de una década- le ha salido competencia dentro de su propia familia. Dos de sus hijos han tomado las riendas de sendos carruajes cuyos caballos ya trotan durante las mañanas por los adoquines del casco histórico. Se les observa subidos en el pescante con menos brío que a su progenitor, pero ya empiezan a acumular vueltas y vueltas por la histórica redondela antigua de Almería.
El lomo de los jamelgos reluce como los de su padre, aquellos Lucero y Brillante que tantas veces han recorrido la Plaza de la Catedral, la calle Pedro Jover y la Vía Parque con misteres rubios como la cerveza desde su cuartel general en la Plaza Circular.
Su hijo mayor aclara desde el landó, pasando por la calle Vélázquez, que su padre sigue en la brecha “pero le hace falta algo de descanso, lleva ya muchos años de trajín, ahora parece que hay más trabajo”.
Atrás han quedado algunos años muy duros para el único auriga que resistió haciendo resonar los cascos de los rocines por las calles de Almería, “años en los que a los rubios parece que se los había tragado la tierra”, solía decir con queja lastimera tomando un café en el kiosco de la Plaza donde se juntan el Paseo y la Rambla. Los cruceros, sobre todo, han propiciado que este viejo negocio resucite y haya obrado el milagro de poder ver varios coches al mismo tiempo por las calles de la ciudad antigua.
En otras ciudades sureñas como Málaga, Granada o Sevilla, la actividad, tan demandada por los turistas extranjeros por su tipismo, se ha mantenido, al contrario que en Almería, donde llegaban a juntarse más de treinta carruajes y ahora -salmerones a parte- está en vías de extinción. Hay quien asegura que habría que proteger a Salmerón y sus hijos como si fueran tortugas moras o azufaifos, porque le dan vistosidad a la ciudad. Otra lectura que se hace es que esta actividad turística pasará a mejor vida, como lo están haciendo las postales con vistas de la ciudad o los souvenirs de muñecas en miniatura con traje de gitana.
Mientras tanto, Antonio, con la inesperada irrupción de sus hijos, sigue surcando la ciudad, formando filas de vehículos detrás, como el trenecito, aprovechando que se prolonga el veranillo de San Miguel y de San Francisco.
Auriga y guía turístico No solo lleva las riendas Antonio -nacido en el Barranco Caballar en 1943, entre gallinas trisconas y niños descalzos- sino que también hace de improvisado guía turístico cuando los viajeros le preguntan por dónde comprar jarapas o cerámica, por los torreones de la Alcazaba por el Cable Inglés o por la identidad del señor de bronce que camina por la Puerta Purchena y que se apellida como él.
Antonio recuerda aún al Morago, al Luno, al Indalo con su terno, gente bragada como él mismo, viejos mayorales que ya desaparecieron para siempre del paisaje de la ciudad del sol, después de años, de décadas esperando servicio en la Rambla del Obispo, en la Plaza de Los Burros, en San Leonardo o Santo Domingo o transportado a señoritos y flamencas de Berrinche a la Venta Eritaña para estirar la francachela en la madrugada.
Los cruceros permiten salvar un oficio legendario
Los cruceros -más de 40 arribarán este año a Almería con 14.000 cruceristas- ha permitido que la vieja estampa del cochero por bulevares y avenidas no haya terminado por desaparecer. Son alrededor de treinta euros por viaje lo que hace que Antonio Salmerón pueda seguir manteniendo el coche y alimentando los mulos durante todo el invierno.
Antonio, con su gorra ladeada y la vara en la mano, era el hijo del carrero Esteban y fue creciendo a fuerza de atracones de higos y chumbos que arrancaba de los cortijos. Su padre tenía carro con parada en el Paseo de San Luis y se dedicaba a cargar y descargar barriles de uva en el Puerto cuando llegaban los barcos. Antonio se arrimó al oficio con trece años y empezó a competir con las decenas de carros que entonces trajinaban en la ciudad, antes de que los motores acabaran con la tracción de sangre.
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