Cuando en Almería empezaron a asomar como en sordina las ideas de aquella I Internacional Socialista de 1864, aquellos primeros escritos revolucionarios de Marx y del anarquista Bakunin, aquella primera literatura de la lucha de clases y la dictadura del proletariado, brotó la figura de un clérigo ‘martillo de herejes’ que combatió con la pluma, desde las columnas de los periódicos, como un caballero cruzado con la espada.
Fue Bartolomé Carpente Rabanillo ese sacerdote ilustrado -lleno de conocimientos históricos y de resabios- que todo obispo forastero quiere tener a su lado para no resbalar y controlar el rebaño; fue Carpente -cura ultramontano próximo al carlismo, nacido en la Almería aún amurallada de 1848- un defensor sobrio del catolicismo, periodista y propagandista, rescatador de reliquias, albacea de pingües fortunas y en el otoño de sus días propietario de una canonjía papal.
Pero por encima de todo, fue un almeriense acérrimo, castizo, a pesar del origen castellano de sus apellidos, que estudió con pasión la historia de esta ciudad, un antecesor de esos sacerdotes eruditos que vinieron después como Miguel Bolea, el padre Tapia o Juan López Martín.
Este docto sacerdote vivió casi toda su vida en una casona correspondiente al número 7 de la calle del Emir (hoy Braulio Moreno), cerca de la calle Real de la Cárcel, donde un pariente, Miguel Rabanillo, ejercía como médico sangrador.
Se licenció en Teología tras estudiar en el Seminario ganando becas que cedía a estudiantes pobres y con veinte años empezó a colaborar en el boletín El Observador que se imprimía en los tiempos revolucionarios de 1868 dirigido por el arcediano Pardo. Fundó también La Juventud Católica, un semanario religioso, científico y literario, y puso también en las calles de esa Almería decimonónica, de vegas feraces y carros de bueyes, el periódico Diario de Almería, en 1877, con el apoyo del recién llegado obispo José María Orberá, del que se convirtió en su más estrecho colaborador, y de Eusebio Arrieta.
f La labor de Carpente como periodista, como propagandista de los valores de la religiosidad, se completó con la confección del Semanario Popular años más tarde y con sus colaboraciones postreras en La Independencia fundada por el farmacéutico Vivas Pérez. De esas fechas, en torno a 1910, es este retrato en el que posa con mirada altiva, como era él, con su muceta y roquete de canónigo, en el estudio del fotógrafo Victoriano Lucas, en el Paseo del Príncipe.
Durante sus años más combativos, en los que redactaba artículos sobre gobiernos, sobre fe y costumbres religiosas, sobre notas históricas de la vida de la ciudad, tuvo continuos enfrentamientos con La Crónica Meridional de la familia Rueda defensores entonces del laicismo y del republicanismo. Pero Carpente El batallador no era solo un ágil escritor de columnas y editoriales, también durante las madrugadas almerienses, en su despacho próximo a la Catedral, se dio en ir edificando el andamiaje de varias obras históricas como La Vida de San Indalecio, el primer obispo urcitano, del que por mandato del claustro catedralicio fue comisionado para traerse sus restos depositados en la catedral aragonesa de Jaca, aunque solo consiguió una tibia del célebre santo, que aún se conserva en un relicario de plata Meneses de estilo gótico junto al altísimo de la Catedral.
También redactó una Historia Eclesiástica de Almería, del que han ido bebiendo sucesivos estudiosos del clero almeriense. Fue también en 1910 miembro fundador, junto a su amigo Juan Antonio Martínez de Castro, de la Sociedad de Estudios Almerienses, antecedente del actual IEA, junto a otros intelectuales de la provincia como Palanques, Flores González-Grano de Oro, Villaespesa, Durbán Orozco, Millé o Pácido Langle.
Editaron una revista que fue puesta en la España de la época como arquetipo de investigación histórica. Era, por tanto, Carpente un maestro del saber, un fecundo intelectual, al servicio siempre del pendón del catolicismo. Fruto de su época de madurez fue la creación en 1886 del Círculo Católico de Obreros para neutralizar la creciente influencia en esa Almería naciente de los sindicatos obreros como los de barrileros, toneleros o tipógrafos. Ese Círculo Católico obreril dirigido por Carpente bajo la presidencia de Orberá, como sindicato de derechas, contó con más de cien afiliados y tenía su sede en la Plaza del Monte, actual Plaza Marín, en una casa de Francisca Giménez, viuda de Acilú. Allí se impartían por las noches a los trabajadores lecciones de lectura, escritura, catecismo, historia sagrada y aritmética y se intentó abrir una caja de socorros mutuos para combatir la usura. También se incluía en sus estatutos el establecimiento de comidas económicas y tiendas asilo, aunque para entrar como socio había que ser católico, apostólico y romano.
Junto a su labor como escritor, Carpente nunca se alejó de su vocación pastoral; fue párroco de la Iglesia de Santiago, de San Sebatián, cuando el Cuarteto del Café Suizo, dirigido por Juan Robles, le obsequió con una serenata. En esa época, Carpente recibió, junto al resto del clero, felicitaciones por su asistencia a los afectados por el cólera morbo que asoló Almería en 1885. Años más tarde fue nombrado capellán de la cárcel de la calle Real y en 1900, el Papa león XIII le designó canónigo pontifical, cargo que ostentó hasta su muerte una mañana de diciembre de 1921, con 73 años, cuando todas las campanas de Almería tocaron a difuntos por aquel Carpente del que dijeron que mereció ser obispo.
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