Vamos a romper el silencio de un hombre modesto, trabajador, honesto y callado. Vamos a sacar de su motocarro a este hombre de mediana estatura, de ojos de acero, de anchas manos de labrador, que viene hasta nosotros. Y vamos a revelar su secreto. Un secreto nacido en la carta de un entrañable amigo de este periodista, mi buen Sigi, director que fue de Radio Juventud de Almería hace algunos años, y que ahora anda por las tierras de Cáceres, curándose en algo su salud resentida. «En Almería vive, tú que estás escribiendo tanto de Almería un hermano de Burt Lancaster, que todas las mañanas llega al mercado con las manos llenas de verdín, de arrancar habas…».
Y en Almería estábamos. El buen amigo Richoli, guitarrista, medio gitano, hombre entero, bohemio extraordinario, filósofo de la vida y de las cosas, no estaba en su puesto del mercado. Había salido hacía Melilla, en barco, en compañía de unos turistas alemanes. Y, naturalmente, con él se había llevado su guitarra.
Pero estaba Manolo, el del café más popular de Almería, el del Puerto Rico, «cantaor» de flamenco con la voz de Fosforito, hombre a lo ancho en el corazon y en afecto, poeta silencioso y amigo de la noche, refranista y fumador de la flor de azahar del naranjo en una pipa detectivesca.
Manolo nos sirvió de mucho. Él sabía dónde encontrar al hermano de Burt Lancaster. A veces, nuestro hombre llegaba al filo de la mañana al café Puerto Rico con unas pesetas de churros -de teieringos, como dicen por ahí abajo- calentitos y dorados en la mano. Tomaba su desayuno y volvía a salir, en silencio, con sus ojos acerados, definitivos.
-Verás que se parece como una gota de agua a otra…- me habían dicho.
-Se parecen extraordinariamente.
-Bien. Pues, aun con las reservas consiguientes, puesto que estos casos abundan sobre la piel de España como las piedras, estábamos allí, esperando al hombre del motocarro.
Aquella tarde ya habíamos ido a buscarlo a su casa de la calle de la Cruz de Caravaca, al Cortijo de Cerdán, desde el que se descubre una Almería casi inédita, percevalesca, de terrazas blancas y hamacas verdes, acostadas al dorado sol del mediodía.
No estaba José María. «Ha ido a coger unas lechugas. Vayan ustedes a ver si lo encuentran frente a la gasolinera».
Y allí estaba. En mangas de camiseta -reacción a la máquina Ed retratar-, hundido dentro de sí mismo, con las anchas espaldas inclinadas sobre el surco húmedo, al atardecer, era una estampa de una de esas películas que interpreta su hermano. Una de esas películas que parecen arrancadas de un geológico y familiar de Steinbeck sobre la abrasada tierra de California.
-Luego, luego nos veremos, en el mercado. Por la noche.
Y a primera nos encontramos junto al mostrador limpio de la tabernita del mercado, con unas aceitunas negras con cebolla y unos grandes vasos de cristal gordo con vino blanco de la costa.
José María Serrano no trae corbata. Tampoco le hace falta. ¿Para qué? Él es como es, un obrero del campo, que incluso no sabe leer ni escribir tanto como él mismo quisiera. Un hombre de poderosa arquitectura, con una pelliza de alto cuello de borrego.
-Si, mi padre se marchó a América hace muchos años. Allí trabajó como obrero en diversos oficios. Se casó allí, primeramente, con una mujer norteamericana.
La historia es fácil, sencilla, rápida, hasta bonita. Andrés Serrano tiene allí un hijo, su único hijo de aquel matrimonio. Es un chico alto, fuerte, de aire pugilístico, que tiene que arrastrar una niñez dramática, una infancia triste y desgraciada. Miserable. Mucho ha llovido desde entonces. José María Serrano conoce muy bien la vida de Burt Lancaster. La conoce al dedillo. ¡Es su hermano!
-Bueno, Burt se llama de verdad José Serrano.
- ¿Usted le ha conocido a él?
-Sí; en el año 1940. Vino por aquí. Estuvo en España, en Madrid, donde yo fui a saludarle entonces. Empezaba en el cine a trabajar por aquellos tiempos. Pero aun no le conocían, no era nadie todavía… ¡Y ahora, ya ve usted!
Bebemos un largo trago de vino blanco. Este hombre no miente. No inventa, no es capaz de imaginar. Es primitivo y fundamental, bueno y honesto. ¿Por qué había que soñar con cosas que él no ha fantaseado nunca, pegado como está siempre, con los riñones doblados, al surco de la tierra de los demás?
-Mi padre vino a España hace muchos años. No sabría decirte cuantos. Su esposa norteamericana, su primera mujer, murió allí. Y él se vino a vivir aquí, y aquí se casó otra vez, con mi madre.
Su padre nació en Orcera, en la provincia de Jaén. Su madre también era de la hermosa tierra lindante. A don Andrés Serrano le tiraba el pedazo de sol en el que se calentaba, el barro sobre el que nació, la casa a cuya sombra vino al mundo…
Aquí se enamoró de nuevo. Casó con una buena mujer de la sierra granadina. Y aquí se quedó para siempre. Su hijo José cambió de nombre y se quedó en tierras de América. Cuidaron sus años más difíciles los familiares de su madre norteamericana.
-Yo me llamo José María, para no tener el mismo nombre que mi hermano José. Somos varios hermanos del segundo matrimonio de mi padre. Yo me casé y me quedé aquí en esta tierra a la que ya quiero mucho.
Él no quiere hablar del «artista». ¿Para qué? Él sabe que es cierto y basta. «Hasta hace muy poco tiempo, hasta antes de la muerte de mi padre, mi hermano José le escribía… y le mandaba algún dinero todos los meses. Mi padre que sabía muy bien leer inglés, y que lo hablaba perfectamente, leía las cartas de mi hermano en voz alta a todos nosotros…
Murió el viejo Serrano, el labrador, el que volvió de la tierra desconocida. Pero Burt Lancaster quiso tener consigo la sombra más viva de su padre, al que quería por encima de todas las cosas.
Y lo hizo. Cuando estuvo en París (continúa escribiendo ahora a sus hermanos, después de la muerte de su padre, invariablemente, con frecuencia y asiduidad) se puso al habla con el menor de sus hermanos españoles, de los hijos del segundo matrimonio de su padre.
-Vente conmigo. Necesito un hombre de confianza junto a mí, que me cuide mucho de mis cosas más personales…; necesito un hermano, y tú lo eres.
El chico estaba haciendo entonces el servicio militar. Luego, Burt Lancaster lo arregló todo para llevárselo con él. Y con él está, a su lado más directo, cuidando de sus trajes, haciendo de secretario personal suyo, de hombre de su propia confianza y está guardador de sus secretos profesionales y humanos.
-Ahora es él quien nos escribe de cuando en cuando…, y nos cuenta las cosas de José... ¡Creo que tiene mucha suerte y que le van todas las películas muy bien! ¡Merece lo que quiera, porque ha sufrido mucho en su niñez, como todos nosotros!
Cuando en alguno de los cines de Almería «ponen» una película de Burt Lancaster, su hermano José María no va a verla. O si lo hace lleva el corazón en un puño. ¡Cuando vio «Trapecio», cuando le contemplaba balanceándose allá arriba en el techo de la lona, temblaba como un chiquillo ante un ser querido en situación peligrosa, «y el sudor resbalaba por su espina dorsal…»!
Le hacemos unas fotografías. Le engañamos, «esto que hacemos es para tener un recuerdo de nuestra cita, no se preocupe».
-Mire usted, señor –brillan sus ojos en la media luz almibarada de la taberna-; mire usted…, yo no quiero darle publicidad a esto, y no porque sea deshonroso, sino… Usted me entiende, ¿verdad…?
Sí que te entiendo, José María, hombre del surco, de la azada, hombre de trabajo, honesto español del que muchos que ferian de vanidad por el mundo deberían tomar ejemplo. Sí que te entiendo, labrador de Almería, hombre de campo, buen hombre, que podías sacar tajada de tu situación - ¡en este mundo en que a cualquier cosa se arrea un mordisco! - y que cuando hablas de tu hermano sientes el temblor de las lágrimas en tus ojos…, tus ojos que son idénticos, exactos a los suyos…
-Le he visto también en «El hombre de Alcatraz», en esa película en que trabajaba de preso con un pájaro…; ¡es formidable! No es porque sea mi hermano, pero, ¡es formidable!
Lo es. Y ahora, más aún, para nosotros. Porque no ha olvidado a su vieja sangre española, que a ratos s ele ve en las interpretaciones colosales que jalonan su brillante vida artística.
Él es el hombre para papeles raciales, y sabe, como los hombres de nuestra antigua escuela, llorar y pegar puñetazos al mismo tiempo; sonreír y hacer temblar al misterio, clamar en el desierto y besar a un niño; asesinar y acariciar a un pájaro. En esa paradoja colosal, a medio camino entre el salto del payaso y el salto mortal del trapecista, entre el que se viste de mujer en una película de piratas y abraza a sus hermanos, los pobres labradores españoles, todos los meses, entre líneas… está la terrible verdad de que por sus venas corre sangre española en un 50 por 100.
Eso está bien, sí, señor. Y por eso, José María Serrano, querido José María Serrano, con tus manos callosas, tus bolsillos llenos de tierra y tu motocarro cargado de lechugas para vender en el mercado, ahora, cerca de ese vaso de vino de la costa hemos roto tu silencio, aun sabiendo que no te gusta el que se sepa; pero no lo hacemos, mi querido amigo, por aquello de que Burt Lancaster sea hijo de un español de la sierra de Granada, que lo es, sino para demostrar que aún hay hombres sencillos que no se venden al mimo de la publicidad por un plato de lentejas, y porque entendemos que tu caso merece la pena conocerse.
Cuando te dimos la mano, no olvides aquel consejo:
-Y usted vaya a vivir con él, no eche en saco roto sus proposiciones. Trabaje a su sombra…
- ¡Pero es que tengo a mi mujer y a mis hijos aquí, y esta tierra… es mi propia vida!
Un pedazo de tierra de otro, de donde sacar lechugas, tomates, habichuelas…, lo que el sol y la piedra quieren dar. Y nada más. Lo puesto, el cielo y el suelo.
Por eso está aquí José María Serrano -de cuarenta años-, hermano de José Serrano, el hijo del labrador de Orcera, llamado en el cine Burt Lancaster, multimillonario y uno de los hombres más populares del mundo entero.
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