Las sábanas de hilo para el ajuar de la moza casadera, los juegos de toallas o la pieza de tela para la falda del día del Corpus, se compraban en Marín Rosa, un establecimiento que abrió sus puertas el año de la Guerra Civil y que ha vestido de los pies a la cabeza a varias generaciones de almerienses.
La historia de esta añeja tienda de corte y confección, centinela perpetuo del Paseo, se empezó a fraguar a 100 kilómetros de distancia, en la sierra de Bédar, donde nació en 1893 su fundador, José Marín Rosa, en el seno de una modesta familia de mineros que se traslada a Gérgal, donde el progenitor se acababa de emplear como capataz de una explotación. Con trece años, el pequeño José, tras realizar los estudios primarios, ingresa de aprendiz en una tienda de tejidos y al poco tiempo, sus padres, Andrés y María, deciden enviar a su primogénito a trabajar la capital como interno en la casa y bajo la custodia de Vicente Sáez, propietario de un discreto negocio en la calle Las Tiendas.
Con el paso de los años, este pequeño David Cooperfield almeriense fue prosperando fruto de su innata habilidad comercial. Tras el paréntesis del Servicio Militar en Barcelona, marcha a Granada como viajante de comercio y a bordo de una tartana va vendiendo telas por los cortijos. A los cuatro años, vuelve a Almería como representantes de almacenes textiles, con la seguridad y el aplomo de su reciente experiencia en la ciudad de La Alhambra.
En 1928, ya casado tras diez años de relaciones con su primera y única novia, decide dejar las representaciones y se establece en sociedad con Morales y Atienza con el nombre de Almacenes Avenida, hasta que se separa en 1936, poco antes de comenzar la Guerra Civil, y se monta en solitario en la propia calle Las Tiendas, esquina Hernán Cortés, en un edificio construido por Guillermo Langle años antes ya, con el nombre de tienda de tejidos Marín Rosa, que le acompañaría el resto de su existencia. Va, entonces, desgranando sus cualidades como empresario de raza, manejando retales e intuyendo, como un Amancio Ortega primitivo, los gustos de la gente a la hora de vestir, convenciendo a sus clientes de que siempre tiene algo que le puede interesar.
Viaja con frecuencia a Barcelona a por género de fantasía, lanas y sedas y alegra con sus escaparates esa Almería en blanco y negro, en unos años en los que la mercancía escaseaba y el metro de tela valía una peseta. Comienza a crecer en esos años de dura postguerra y decide en 1945 establecerse en un local céntrico de 300 metros en el Paseo, esquina Aguilar de Campoo, junto al Mercado Central, donde antes estuvo el café Lyon D’or y el Hotel Inglés. Allí se fraguaron sus dotes de comerciante de primera, en ese santuario de telas y miriñaques que fue su santuario durante 40 años ya con el nombre de ‘José Marín Rosa e Hijos’.
En esa época, el fundador, cuyos apellidos dan nombre a la mayor tienda de tejidos de capital almeriense, emplea a su primera cajera, Eugenia y sus hijos Andrés y José Marín Peláez se incorporan al negocio reforzando su posicionamiento en la venta al por mayor, incorporando nuevas líneas de productos de perfumería y decoración.
En 1967 decide dar de nuevo un salto a la modernidad y echa abajo el viejo establecimiento del Paseo para construir un nuevo edificio de siete plantas, unos grandes almacenes en toda regla que sorprenden a esas mujeres de la provincia que acudían en Alsina a comprar telas para vestidos. La plantilla de empleados creció hasta cerca de 200 empleados. En 1983 hizo la última ampliación del comercio, incorporando escaleras mecánicas que fueron un acontecimiento en la época, con 7.000 metros de superficie de venta. Siempre con la misma aspiración de cuando era un niño: hacerse grande, crecer, siempre adelante. Nunca le importó el precio de coste si los retales eran de calidad, aunque tuvo que convivir en aquellos tiempos con aquello que se daba en llamar el ‘coste de la vida’, que no era más que una brutal inflación con precios que subían un 10% de un año para otro.
Ejerció también, José Marín, durante toda su vida como un almeriense de pro, implicándose en actividades sociales y culturales. Fue presidente del Círculo Mercantil, donde pasaba la sobremesa echando partidas de garrafina barata, una especie de juego de dominó en cruz, de a pesetilla el tanto. Se podían ventilar tres o cuatro duros sobre los veladores. Como rivales en esas horas de entretenimiento tenía a Terrés, López Pintor y García Gilabert. Fue también Hermano Mayor de la Cofradía de la Soledad y era, sobre todo, un apasionado de la zarzuela cuando entonces, por una peseta, se podía asistir a alguna representación en el Teatro Cervantes o antes en El Variedades.
Con los años consiguió hacer realidad otro de sus sueños: tener un pequeño huerto de naranjos y limoneros en Rioja y antes una casa en Fuente Victoria, que cuidaba con el amor que le tiene un padre a un hijo. Allí pasó tardes enteras de su vejez, junto a su esposa Manuela Peláez Roldán, su novia de siempre que le acompañó desde los 17 y de la que solo se separó por razones biológicas cuando ella falleció ocho años antes que él. Su vida terminó en los últimos días de 1985, con 92 años y con las botas puestas, tras recibir en 1975 las uvas de ‘Almeriense del año’ y en 1980 la Medalla de Plata del Mérito al Trabajo, por petición de sus empleados. Nunca dejó de acudir a su establecimiento del Paseo, a aconsejar a los dependientes, a intercambiar asuntos del negocio con sus hijos y nietos, a saludar a sus clientes de toda la vida. Nunca olvidó aquel viejo pergamino de Winston Churchill que presidía la mesa de su despacho: “Hay mucha gente que considera al empresario como un lobo hambriento que hay que abatir; otros piensan que es una vaca que se puede ordeñar sin interrupción; poca gente los considera como un caballo que tira del carro”. José Marín Rosa tiro toda su vida de un carro lleno de telas y retales hasta construir un imperio de la nada, solo con su brega e instinto natural para los negocio. El mismo instinto que tuvo aquel hijo del capataz de minas de las minas de Bédar, cuando se resistió a seguir la tradición de bajar al pozo a arrancar hierro y en su lugar se labró un porvenir para sí mismo y para tres generaciones más que aún continúan desplegando la marca Marín Rosa.
Sus hijos, José y Andrés Marín Peláez ampliaron y modernizaron los establecimientos y edificaron unos almacenes de venta al por mayor en Huércal de Almería. Tras ellos, se incorporó la tercera generación, los Marín Durbán, que abren tienda en El Ejido y en el Gran Plaza de Roquetas y venden el edificio principal del Paseo para especializarse en tiendas en el centro.
En 1987, Marín Rosa sufrió uno de los peores días de su historia, cuando se produjo un cortocircuito en la planta baja del establecimiento, quedando destruidos todos los artículos, ennegrecidos por el humo y las llamas y obligados los propietarios a cerrar durante un mes. Ha destacado Marín Rosa, dentro del negocio textil almeriense, por la representación en exclusiva de unas 60 marcas. Allí se vendieron desde una camisa del lagartillo Lacoste hasta los uniformes para muchos colegios de la ciudad.
La compañía terminó siendo gestionada por Jesús Marín Durbán, junto a sus socios y hermanos, y su hija Clara Marín (cuarta generación), tras desinvertir en Roquetas, El Ejido y Huércal. Conservó tres tiendas de la marca Marín Rosa en el centro de Almería hasta que terminó cerrando la última en la calle Reyes Católicos, en el centro de la ciudad.
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