A poco que la Plaza estuvo lista, se anunció la primera corrida después de la guerra. El 25 de junio de 1939 hicieron el paseíllo Antonio Posada, Rafael Vega Gitanillo de Triana y Laine para luego torear un encierro de Hijos de Pérez de la Concha. El gobernador de Almería decidió patrocinar esta corrida con el fin de obtener fondos para el Dispensario Antituberculoso. El viento, que aún no sabía bien de que parte tendría que soplar de ahora en adelante, arruinó la tarde.
En este 1939 no hubo feria taurina. De Sevilla llegó en abril la noticia de la alternativa de Manolete, y en los mentideros taurinos y en la prensa se vaticinaban empresas y proyectos para que las fiestas de agosto tuviesen sus corridas, pero no pudo ser.
El resto de la temporada incluyó una especie de becerrada que organizó el Sindicato Español Universitario para recabar fondos destinados a la Universidad Nacional Obrera. En aquella tarde del 9 de julio, lo más destacable fue la participación del curtido banderillero almeriense Ciérvana, cuyo oficio y torería hizo recordar a los aficionados más veteranos la época en la que el querido subalterno local acompañó a lo más granado del escalafón de antes de la guerra. Pero ahora todo era distinto y el tiempo no había pasado en balde. Ahora tocaba poner un poco de orden en el ruedo, metiendo la punta del capote para recoger las tristes vaquillas que tenían que lidiar sus jóvenes paisanos José Guerreo Guerrerito y Manolo Plaza. A él, que había compartido el callejón con los más grandes, le tocaba ahora estar al quite de la vehemencia juvenil de los que querían ser toreros.
La temporada continuó en octubre celebrando el “Años de la Victoria” con los almerienses Eduardo Rodríguez Cruz y Damián Ramón, que había aparecido casi de milagro después de incontables tribulaciones y de haber toreado en la España Republicana durante la contienda.
La temporada del 40 comenzó con una novillada el 30 de marzo que quería conmemorar la “liberación” de Almería. El acontecimiento presentaba fuerza en su cartel con el novillero de moda, Paquito Casado, y Damián Ramón, que tenía otra oportunidad de hacerse grande ante sus paisanos. Casado emocionó a los tendidos y Ramón, sin suerte, decepcionó, quizás porque llevaba encima demasiada pelea y demasiada presión.
El diario Yugo y el prestigioso crítico Ulpiano Díaz, Caireles, se enfrascaron en el proyecto de conseguir que la Feria volviese a tener en su programa festejos taurinos. Caireles fue a ver al alcalde, a los comerciantes, al dueño de la Plaza y, por último, envió una carta abierta a Juan Martínez Martín, Volapié, para que todo el mundo pusiese de su parte. Se creó una empresa que arrendó el coso y se superó la ausencia de subvención por parte del Ayuntamiento. ¿Cómo no iba a ver corrida en Feria? Así las cosas, Paquito Casado volvió a torear en Almería en agosto acompañado por Martín Vázquez y Pedro Barrera, repitiendo éxito. La rejoneadora Beatriz Sotullano se presentó también aquel año, en un segundo festejo de feria, en el que se ganó las simpatías del respetable.
Al año le quedaba una amarga decepción. Los veteranos banderilleros Francisco Andújar Ciérvana, Manuel López Cuqui y Juan Leal decidieron cortarse la coleta en un Festival del que esperaban obtener un empujón económico para afrontar la jubilación. Y el público no respondió. Una triste despedida para un Ciérvana que había pertenecido a aquella legendaria Cuadrilla de Niños Almerienses con Relampaguito, Cofre, Tiroliri y Borinqueño y que luego había toreado por toda España a las órdenes de su paisano Julio Gómez, de Cocherito de Bilbao, de Fuentes o de los Bombas. Igualmente ocurrió con Cuqui, que todavía se atrevió a hacer en su despedida aquel salto de la garrocha que le hizo célebre. Los toros son así: sólo entienden de figuras.
Desde Almería Volapié diseccionaba los males de la fiesta apuntando con su certera pluma a las excesivas exigencias de las figuras del momento, capitaneadas por Manolete, y Manuel Rodríguez se presentó en la feria del 42 en la Plaza de Toros de Almería junto a Pepe Luis Vázquez y Paquito Casado. Manolete llegó convaleciente de una cogida en Bilbao, con fiebre y un apósito en la mejilla, y así se enfrentó a los toros de Arcadio Albarrán y al viento saliendo, no obstante, airoso del trance y acompañando a Casado en el triunfo. Almería comenzó a hacerse manoletista, aunque el nuevo califa del toreo despertase también opiniones encontradas y duras críticas a los excesivos honorarios que exigía. Las discusiones sobre Manolete en los prolegómenos de la feria de ese año tuvieron como telón de fondo sonoro, inaudible e inaudito, los fusilamientos del Parte Inglés. Todavía perdurarían, y por mucho tiempo, rescoldos de la guerra sembrando muerte.
El toreo local se plagaba de nuevos nombres. Entre ellos, un joven pinturero que dejaba gotas de arte en cada gesto y que comenzó a emerger en los carteles y en el aprecio de la afición en enero de ese año: Juan Luis de la Rosa. Decía Juan Luis que sus primeras clases las había tomado de Relampaguito en el terrado de su casa. Y en privado, para que no hubiese oídos malintencionados de los de aquellos tiempos, que era sobrino lejano del célebre torero homónimo muerto en Barcelona a tiros nada más comenzar la guerra; y que en el 37 había toreado en Albacete vestido de miliciano, haciendo el paseíllo con el puño en alto.
Manolete volvió a torear en la feria del 42 con el murciano Barrera y Morenito de Talavera, dejando cumplida constancia de que pertenecía a esa exclusiva nómina de los toreros para la historia.
Al año siguiente Juan Luis estrenó la temporada en la feria de enero e hizo el paseíllo en la novillada sin picadores, mostrando su arte depurado y exquisito a pesar de acabar pasando por la enfermería, donde le esperaba el célebre médico taurino Domingo Artés. Esta Feria vería de nuevo un triunfo de Manolete.
El año de 1944 dejó la triste noticia de la muerte del diestro local Antonio Murcia, apartado de los ruedos dos décadas atrás a consecuencias de una grave cogida que sufrió en Madrid. Su apellido taurino seguiría siendo ostentado por su hermano, el célebre mozo de espadas Miguel Murcia, conocido en el mundillo como Gaona.
El año volvió a comenzar con una actuación de Juan Luis de la Rosa y con el anuncio frecuente de Alvarito Moya cuyo padre, el diestro retirado José Moya, había arrendado la plaza por unos meses. En medio de aquella euforia la Plaza de Toros de Almería se llenó para ver otra vez al legendario Relampaguito en un festival en el que también volvió al ruedo el empresario José Moya, completando el cartel su hijo Alvarito y Juan Luis de la Rosa.
Ese mismo año se estrenó una corrida de beneficencia el 18 de julio con todos los fastos propios de la fecha y pobre resultado taurino, como si los males de la fiesta que se venían denunciando en tertulias y crónicas se hubiesen dado cita en la misma tarde: pésima calidad del ganado y escasa responsabilidad durante la lidia. Sin embargo, ese año estaba destinado a pasar a la historia de la Plaza de Toros de Almería, porque en su feria de agosto un público que rebasó el delirio pudo ser testigo de la corrida histórica de las doce orejas, los seis rabos y una pata. En el cartel, ¿quiénes si no? Domingo Ortega, Manolete y Luis Miguel Dominguín, frente a reses del conde de Ruiseñada.
Aquel 26 de agosto las calles se quedaron pequeñas para acompañar a los toreros hasta el Hotel Simón en la tarde más brillante que quedó registrada en la Plaza de Toros de Almería. Un fogonazo de triunfalismo para una afición que veía demasiadas veces los toros escuálidos y poco seleccionados que había dejado la guerra y el desorden favorecido desde las penurias de una etapa tan difícil.
El tirón de Manolete, que ya no vendría más a la Feria de Almería, convulsionó la fiesta y puso de su parte la rosa de los vientos taurinos. Otros toreros se sumaban a ese viento favorable que llenaba las plazas de toda España, también la de Almería. Grandes toreros como Carlos Arruza y Agustín Parra Parrita protagonizaron la feria de 1945, además de un rejoneador que sería historia viva del toreo ecuestre como Álvaro Domecq.
Ese año, más toreros de Almería probarían suerte sobre el albero, como Manuel Márquez Posadero, que llamó la atención desde el principio por su valentía, además del hijo del banderillero Juan Leal, de Manuel Giménez Albaicín y Pascual Oña. Las novilladas modestas y los festivales llenaron de ilusión el almanaque de aquellos que aprendieron a convivir con todas las dificultades. Y sin embargo, por las calles de Almería los niños jugaban al toro, creyéndose candidatos a la fama y al dinero. Como Manolete.
Al año siguiente la feria almeriense de agosto contó con el protagonismo de otro debutante insigne, Antonio Bienvenida, el más laureado y aplaudido de los hijos del Papa Negro. Y de propina, la actuación de una rejoneadora que levantaba simpatía y admiración como era Conchita Cintrón. Antes de eso, los dos ídolos de la afición, Juan Luis de la Rosa y Posadero.
Y llegó 1947, cargado de carteles de promesas y regalos que poco hacían presagiar las tragedias que ocurrirían en el ruedo y en el corazón de los aficionados almerienses. Se presentó el 4 de mayo el novillero local Sergio del Castillo, que venía precedido de éxitos fuera de Almería y seguía la estela de Juan Luis de la Rosa, que desde el 45 ya toreaba con caballos. Su inclusión en el cartel del 18 de julio junto a Manolo González y Antonio Corona era un premio que el inspirado e irrepetible espada almeriense pagaría caro: una grave cogida en el tercer novillo de la tarde le pondría en las manos milagrosas del doctor Domingo Artés.
En feria, se anunció a Manolete para el día 29 de agosto. Pero Manolete no pudo venir porque un toro que se llamaba Islero le arrebató la vida en la Plaza de Toros de Linares. La muerte del califa sacudió a España entera, con especial incidencia en Almería donde estaban todas las miradas puestas en el cartel de la Feria. La llegada de la funesta noticia monopolizó los temas de conversación. En la terraza del Café Español y en la del Colón los corros entremezclaban rumores con datos ciertos de los acontecimientos desde las primeras horas de la mañana del día siguiente. Luego, las noticias fueron concretando la tragedia. La afición almeriense se quedó con las entradas en el bolsillo mientras en la mayoría de carteles aún figuraba el nombre de Manolete.
Parrita fue el sustituto en aquella tarde en la que el paseíllo no tuvo pasodoble de fondo y que concluyó en un tenso minuto de silencio. Poco antes de que terminara la corrida, unos nubarrones grises afearon la tarde, como si fuesen los crespones por el torero muerto.
Después de la corrida, en el Hotel Simón, Rafael Vega de los Reyes (Gitanillo de Triana) contaba a Volapié las horas amargas de Linares tras la cornada junto a la cama de Manolete, mortalmente herido, hasta poco antes de su muerte.
Gitanillo, Belmonte y Parrita habían ofrecido una excelente tarde, pero casi nadie hablaba de ellos. En el Bar Imperial, su copropietario Cristóbal Castillo recordaba en voz alta, rodeado de amigos y clientes, su viaje de novios a la Feria de Abril dos años atrás, expresamente proyectado para ver torear a Manolete cinco tardes.
Tampoco pudo venir el día 30 el anunciado Pepín Martín Vázquez porque sufrió una grave cogida en Valdepeñas de la que no se repuso a tiempo. Vino en su lugar Manuel Álvarez El Andaluz, para hacer el paseíllo con Raúl Ochoa Rovira y Dominguín, que triunfó clamorosamente.
El año incluyó otra amarga noticia: la muerte de Julio Gómez Cañete Relampaguito. Con 61 años, su nombre ingresaba definitivamente en la leyenda. Su féretro fue llevado a hombros por los toreros almerienses Damián Ramón, Juan Luis de la Rosa, Posadero, Nacional, Juan Leal, y Cuqui, además del que fuera su apoderado y célebre crítico taurino Ulpiano Díaz. Cinco días después, una lápida recordaría para siempre al admirado Relampaguito en la Plaza de Toros de Almería.
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