Decía Rilke que “la verdadera patria del hombre es la infancia”, y regresando a esa cada vez más lejana etapa de mi vida, quisiera relatar en estas líneas las vivencias y sensaciones que experimentaba cuando, siendo niño, subía-peregrinaba al santuario de la patrona de Berja.
Realizar el camino de la ermita ha sido y es siempre un deleite para los sentidos, pero, sobre todo, para la mente y el alma. Desde que en 1588 2 ermitaños fundaran el santuario del paraje de Pixnela, como si de un poderoso imán se tratase, ha atraído a generaciones y generaciones de virgitanos y devotos de otros muchos lugares, que se han postrado a los pies de la Señora morenita de la sierra.
Desde mi calle, la del Agua, comenzaba el itinerario jalonado por monumentales casas palacio decimonónicas, fruto del esplendor minero de aquella centuria. Transitaba junto al Paseo de Cervantes o del siglo (construido en 1900) con su frondosa arboleda, y atravesaba la Placeta de la Cruz, cuyo nombre rememora un milagro de la Virgen con la conversión de una morisca en 1620, y donde tuve la suerte de nacer hace ya… bastantes años. Muchas fuentes salpicaban el camino y lo hacían más placentero y bello: la de don Emilio, la del Marqués, la de la Placeta de la Saliva, y la del Almez escrito -una de las más bonitas de Berja- que antecede a la del Oro, con su popular lavadero, donde aún hoy podemos ver con frecuencia la tradicional estampa de las mujeres lavando la ropa con su jabón casero.
El Peñón de Santa Lucía era el primer lugar desde donde se daba vista al santuario, con sus dos torrecitas blancas y sus campanas. Allí empezaba el tramo más sensitivo de la peregrinación. Ya no había casas, me adentraba en la vega buscando el pie de la sierra. ¡Qué recuerdos, qué sensaciones! Todo eran parrales, y dependiendo de la época del año, podía impregnarme del olor del engarpe en primavera; o disfrutar del espectáculo de los bancales regados a manto en el verano; o endulzarme la boca con las uvas que “cual blancas guedejas”, colgaban en los bancales a los lados del camino en el otoño; o apreciar el olor de los sarmientos quemados tras la poda durante el invierno; o, afinando el oído, escuchar siempre los trinos de un sinfín de pajarillos. Pero, eso sí, de modo perenne, en todas las estaciones del año, era continuo el tránsito de peregrinos que acudían a ver a la Virgen, algunas veces incluso descalzos, ofreciendo su sacrificio para alcanzar alguna gracia.
El santuario, reconstruido tras el terremoto de 1804 en la segunda década del siglo XIX, revistió siempre un halo de misticismo y de recogimiento que en pocos lugares he experimentado. Al penetrar en él, envuelto en penumbra, la mirada se dirigía inmediatamente a la Santísima Virgen de Gádor que resplandecía en su camarín, esperando como madre la visita de sus hijos, y presta siempre a darles su consuelo.
Era el momento de la oración, del reposo, del sosiego. Pero también, cumplido el saludo, del deleite con la belleza y el arte que atesora el santuario. Me ensimismaba contemplando los exvotos pintados en cada uno de los cuatro tramos de la bóveda por Juan Navarrete, en los años 20 del pasado siglo. Mi favorito fue siempre el del niño ciego de Benejí, aunque la frase más recurrente era la que acompañaba al milagro del marinero virgitano en el Golfo de Valencia: “¡Virgen de Gádor, sálvanos, que perecemos!”. El retablo del altar mayor, a pesar de la oscuridad de la nave, brillaba con la escasa luz que entraba por la puerta. Es una auténtica joya retablística, de Eduardo Espinosa Cuadros en 1942.
Como escoltas permanentes, las monjitas del santuario entraban y salían del templo a rezar. Sor María de Gracia, encargada de la portería, me saludaba con mucho cariño, y sabedora de mi anhelo, me invitaba a subir al camarín. Al ascender por la escalera nunca pude evitar el sobrecogimiento que me producía entrar a aquella antesala del cielo: las nubes pintadas en las bóvedas, las golondrinas que aparecían por diversos rincones, las flores que caían sobre las pechinas, la corte de ángeles que custodiaban el recinto…, y en el centro Ella, la Señora, la Madre y Patrona, mi Virgen de Gádor. La imagen que, para reponer a la destruida en la incivil contienda de 1936, tallara Espinosa Cuadros. Aquella era la meta de este sagrado y sensitivo peregrinaje, que mantendré mientras viva, y que es, sin duda, patrimonio del alma de todos los virgitanos.
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