Las piedras del cortijo resucitan de noche cuando han pasado los últimos turistas en bañador que por el camino de Rodalquilar se pierden entre los campos buscando el escenario de una tragedia. Cuando anochece las sombras se visten de historias y en medio del silencio la vieja torre de la capilla se asoma a la llanura como un centinela que guarda un secreto. Ya no suena la campana que en otro tiempo marcaba la rutina de aquellos parajes, pero la vida sigue latente bajo sus muros, como si los últimos rescoldos del amor y de la muerte se hubieran quedado encendidos para siempre. De noche se puede escuchar un quejido que sube del suelo, es un eco silencioso que se confunde con el canto de las ranas enamoradas. El cortijo es otro cuando se hace de noche, como si el mundo real se retirara a descansar y dejara paso a los sueños.
Allí, bajo las piedras del Cortijo del Fraile discurre la vida como un río silencioso que va atravesando la tierra. La historia ha ido dejando su huella por las viejas paredes desahuciadas, en las maderas carcomidas de las puertas, en la soledad aparente del altar mayor de la capilla. Hay restos de energía en el ambiente, fragmentos de otra vidas que han ido creando una atmósfera densa, fértil como los campos que rodean la hacienda.
El lugar lleva años abandonado, pero conserva un poder de atracción brutal, como si una fuerza extraña resistiera al paso del tiempo aferrada a cada piedra de sus muros.
El 22 de julio de 1928 una pasión de amor y celos desató la tragedia y marcó para siempre este rincón perdido al pie de la sierra de Rodalquilar. Después llegó Lorca para inmortalizar el drama y hacerlo universal. Pero la historia del cortijo empezó a escribirse mucho años antes, cuando los Acosta, una de las familias más influyentes de la sociedad almeriense del siglo XVIII se instaló en sus tierras. Entonces, a la cortijada la conocían como el Hornillo por la importancia que tenía el gran horno del patio central que abastecía de pan a todos los caseríos de la zona.
El Hornillo se convirtió en el cortijo más pujante del lugar, frecuentado por la alta sociedad de la época con motivo de fiestas y celebraciones religiosas. Para ello, su primer propietario, Antonio Acosta solicitó en 1792 la autorización oficial de la iglesia para “celebrar misas los domingos y días más solemnes,; para que valga el cumplimiento religioso a los nobles que estén de viaje; para que valga a los comensales, huéspedes o sirvientes no nobles; para poder usar altar portátil en la habitación de los enfermos; para celebrar dos días por semana en sufragio de los familiares fallecidos; para poder celebrar una hora antes de la aurora y una después del mediodía, y para que los enfermos puedan confesar y comulgar en su lecho”.
Aunque el 1797 el Papa Pío VI daba el visto bueno a esta petición, tendría que pasar casi un siglo para que la hacienda del Hornillo pudiera contar con una ermita propia, uno de los grandes anhelos de los Acosta. Fue en enero de 1865 cuando su propietario, José María Acosta y Vejarano, abogado y auditor de guerra, remitió un escrito al Obispado de Almería pidiendo que se le concediera el permiso en los siguientes términos:
“De continuo, en la cortijá están ocupados bastantes mozos de labor, que por la distancia de más de tres leguas de Níjar y más de Huebro, no pueden cumplir en los días festivos con el santo precepto de la Misa. Por lo cual se solicita permiso para levantar una capilla o ermita, como apoyo a la que se proyecta en Escullos”.
En la parte trasera se habilitó una sala, a modo de sótano, donde se ubicó una cripta con doce nichos y un agujero central para enterramientos en el suelo. Fue deseo de don José María de Acosta y Vejarano que el alma de sus familiares y descendientes descansaran en la paz de aquellos parajes solitarios, por los siglos de los siglos. Hoy, de aquellos muertos ya no queda ni el polvo.
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