Seguro que si levantara la cabeza de nuevo se llevaría un susto: “¡Mira, qué hago yo retratada en el periódico!”.
Juana Cortés Fernández la Tinta (1926-2021), mote que recibió de su esposo Luis el Tinto, se acaba de ir con 94 añadas en su cama de la vieja Garrucha, la que menos se ve, la que está detrás de todo: detrás del Malecón, detrás de los expositores de marisco y de las vajillas finas de los restaurantes, detrás de los parterres por donde pasean los veraneantes ahora desaparecidos, detrás de esa parte primorosa de Garrucha conocida por todos, llena de columpios, de palmeras y de aroma a Jijonenca.
Ella, Juana, como los suyos, era de atrás: de donde aún se sacan sillas y transistores a la puerta para jugar a la baraja, de donde están esas casas festoneadas de azulejos andaluces y cancelas de rejería; era de La Cimbra, Juana, que es como una Chanca garruchera, llena de ropa de colores secándose al sol mañanero; esa cimbra o cueva donde empezó Garrucha, donde familias enteras de gitanos, desde finales del siglo XIX, se fueron cobijando al amparo del humeral que serpenteaba como el cuerpo de un reptil disecado desde la fundición de mineral de San Jacinto hasta el monte Calvario, donde se yergue la chimenea que aún se conserva como un centinela, como el único faro que quedará en el pueblo tras perder el de verdad.
Las minas de Almagrera se inundaron de agua, dejaron de producir plomo y galena y esa oquedad artificial por la que circulaba el humo de los metales se convirtió en el hogar de cientos de familias menesterosas. Allí nació Juana, en una de esas cuevas, en la época del charlestón y en ese mismo lugar ha muerto, ya en una casa como Dios manda, tras más de nueve décadas de lucha por sacar una familia de ocho hijos de la que han brotado, al igual que las ramas de un tronco, 20 nietos, 35 bisnietos y dos tataranietos, como una de las matriarcas gitanas más fecundas del pueblo.
Se ha venido a morir Juana el Día de la Mujer, esa fecha que institucionalizó la ONU en 1975, cuando ya llevaba la Tinta muchos pares de calcetines zurcidos, muchos kilos de papas pelados.
Su madre era Carmen Plácida y a su padre le decían Luis el Mocho, pescador de traíña, el que llevaba el bote lucero para atraer el cardumen. Su esposo era también pescador, embarcado en el Mortero, el José y Luisa, en El Cimbra, y cuando traía algo de jurel o caballa, Juana agarraba el cesto de mimbre y se iba al campo de La Jara a cambiarlo por unos huevos o un celemín de harina de trigo para que comieran sus hijos. Su marido se empleó después en el Ayuntamiento como encargado para asear el Malecón de tierra y refrescarlo los veranos con la manguera para apaciguar la calima.
Juana fue en 1967 una de las primeras empleadas de José María Rossell en el Hostal Costablanca, la primera piedra del imperio Senator. Y no solo cocinaba y fregaba, sino que también cantaba y bailaba -con su clavel rojo en el pelo y sus labios pintados- para esos primeros alemanes despistados que vinieron a Garrucha desde el aeródromo de San Javier de Murcia, porque aún no había aeropuerto en Almería. Uno de sus hijos, Juan José, era el que iba por la orilla de la playa del cargadero de mineral a lomos del burro Bonanza para darle tipismo al escenario en aquellos tiempos pioneros que parecen ahora tan inocentes. Rossell tuvo pronto que abandonar la idea porque el animal había que seguir alimentándolo todo el año de paja y alfalfa y se comía el sueldo de un camarero para dos meses solo que le sacaba partido haciéndose fotos con los bañistas.
Después trabajó también Juana en el Hotel Delfín, del empresario Alfonso Martínez de Guevara. Fue una pionera al servicio del primer turismo, que lo mismo preparaba una zarzuela de pescado que se arrancaba por Lola Flores en el comedor para regocijo de los clientes. Igual que cuando por la Nochebuena la fiesta duraba en su casa desde por la tarde hasta el día siguiente, entre castañuelas, rumbas en el radiocassette y platos de habas con atún salao.
Pero la Tinta y el Tinto tenían aún más repertorio: compraron en la tienda de Ginés Soto Cegarra, en los años 60, una de las primeras televisiones del pueblo, una Olympia, que sacaban a la puerta, como si fuera un cine de verano, y cobraban una peseta a los vecinos por cada sesión de Buenas Noches señores o Un millón para el mejor. También tuvieron el primer colchón Flex del barrio, que les subió en un carro Pepe el Técnico y que fueron pagando a plazos durante un año. Y había que ver a Juana, aquella mañana de diciembre de 2005, cuando tocó el Gordo de la lotería en La Cimbra, rodeada de sus hijos, entre guitarras y botellas de Anís del Mono, con sus arrugas del tiempo y su delantal, haciendo palmas como en sus mejores días. DEP La Tinta.
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