Manuel Leon
13:48 • 13 feb. 2012
Una temprana mañana almeriense de 1951, los transeúntes que merodeaban por la Plaza de San Sebastián se dieron de bruces con un gran letrero de madera: ‘Banco de Santander, crédito y ahorro’. Eran aún tiempos de racionamiento, de sesión continua en los cines, de fondas sin agua corriente y unos cántabros virtuosos llegaban con fresco capital a la plaza financiera almeriense, donde reinaba casi en solitario el Español y el Central.
Seis décadas después de su humilde desembarco en ese ‘pueblo grande’ que era Almería, el banco acaudillado por la familia Botín, es hoy el primero de España con presencia en 31 países.
El Santander inició su recorrido en Almería con directivos cántabros de transición, a la espera de fichar capital humano local, conocedores de la plaza, que abriera las puertas al crédito y al ahorro, como rezaba el eslogan.
Tomó, por ello, las riendas como director Luis Rapallo, que venía del Español, y al poco tiempo entró como secretario del director, Carlos Pérez Siquier, el ahora insigne fotógrafo de casas encaladas y dunas cabogateras, que tuvo antes que ganarse la vida como bancario.
Al poco de estar en la Plaza San Sebastián, el Santander, se mudó al entonces Paseo del Generalísimo donde aún continúa.
Eran tiempos en los que algunos empleados aún gastaban manguitos y visera, afanados con sus lentes de cerca en hacer asientos manuales de las operaciones de los clientes; la pluma y el tintero azul al lado para los ahorradores y la tinta china roja para aquellas empresas almerienses que habían entrado en saldo negativo.
No había ni tres, ni cuatro, ni cinco empleados, entonces: trabajaban en cada oficina bancaria hasta 40 empleados, todos con traje y corbata, como mandaban los cánones -daba igual que fuese invierno o verano- y sin aire acondicionado.
Por el Santander almeriense pasaron como botones, con uniforme y gorra reglamentaria, Rafael Martínez y Juan Martínez y era ordenanza un antiguo combatiente de la División Azul que sufrió cautiverio en Rusia.
El paisaje era el de un gran mostrador circular de madera, en la planta baja, presidida por un retrato del Generalísimo y un gran reloj de pared junto a una pesada caja fuerte; a la parte alta se accedía por una escalera de pino donde se archivaba la contabilidad.
Había una competencia feroz con el Banco Español (dirigido por Joaquin Cumella y antes por Andrés Restoy) por llevar las cuentas de los principales exportadores que aún quedaban del otoñal negocio de la uva y de la naranja. Se trabajaba por la mañana y por la tarde se hacían horas extraordinarias incluso en los días señalados de Navidad. Los empleados ganaban un reconfortante estipendio de 5.000 pesetas, más el pluriempleo de alguna contabilidad privada.
Los contados bancos que había entonces en Almería como el Santander tenían el poder salomónico de conceder o no a las familias la felicidad, en forma de crédito ‘en cómodas letras’ para comprar la lavadora, el televisor o el deseado Seiscientos.
El Santander fue haciéndose grande, desde que los ilustres botines empezaran a guiar su estrategia: cuentan que un día coincidió la visita de Franco a Almería con la de Emilio Botin y Sanz de Santuola a su oficina urcitana. El Gobernador emitió un bando obligando a cerrar todos los comercios, pero Botin dijo nones: Franco cruzaba a esa hora el Paseo en su Dodge negro bajo un arco de flores y miles de almerienses enfervorizados, mientras la oficina del Santander se mantenía abierta y desafiantes y sus empleados cerrando balances.
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