Habito en Ítaca, hermosa al atardecer, decía Odiseo en la Odisea de Homero. Que es más o menos lo mismo que dice Francisco, propietario de un chalet en las montañas de Las Negras, cuando quiere olvidarse del verano y pensar que ya llegará la paz: vamos, septiembre. Desde su casa, el Cerro Negro desafía a los turistas con su figura de astuto vigilante. Se ven las luces del Paseo centellear, con sus palmeras africanas, y algún que otro barco de viejos pescadores intenta echarse al agua si respeta el Levante. Habito en Las Negras, hermosa al atardecer, viene a decir. Hermosa, sí, aunque de lejos, a una distancia que evite acercar la lupa al corazón del desmadre. En verano, por supuesto.
Amanece en el pueblo y es agosto. La belleza espiritual de las aguas relajadas, el blanco de las casas bajas, el contraste de los acantilados volcánicos y los barquillos que añoran retornar a ese mar de pesca que, quizás, no vuelva esbozan una sonrisa en los más madrugadores. Bueno, en aquellos que ven. Porque confluyen a esas horas dos tipos de criaturas: los jubilados autóctonos que conocen cuándo se disfruta de la vida y del deporte y, sombrero en mano, saludan a la mañana con un buen baño de sal en la esperilla, y los resacosos y advenedizos piratas de la noche, que acaban de salir de esa madriguera donde la canción del verano simpática ha sido aniquilada en favor de una suerte de composiciones arrítmicas, de producción barata e industrial, de letras machistas -que no pocos y pocas bailan sin reparar en la ofensa- y sin gracia alguna.
Si no fuera por la intrínseca belleza del lugar, por su aire de reserva mediterránea a salvo de hoteles verticales en línea, por la carestía de cualquier reserva y por el romanticismo que destila su historia y su estampa, diríase que estamos ante la Magaluf almeriense. Sí, lo que un día fue la sinigual Mojácar hasta que Rosa María Cano se cansó de ver acaudillar la noche a hombres con tetas de plástico y mujeres ataviadas con felpas en cuyo frontal florecían penes bailones. Basta, se dijo la alcaldesa, y, aunque Mojácar siempre será nocturna y noctámbula, el turismo de griterío y desfase fue apagando su adolescencia con la fina pretensión de marcharse a donde la moda le dejara sitio. Y el sitio era Las Negras.
El mantra, el gancho no podía ser más certero: sean bienvenidos, jóvenes en edad de merecer y separados desesperados, al mejor rincón del Mediterráneo -en diciembre, lo es-. El escenario idílico en el que todo parece permitido. El mensaje que anida en el imaginario colectivo es muy definitorio: no necesitas ser un seductor para ligar porque toda la jungla sabe a lo que va. Si para conseguir la evasión es preciso recurrir a ciertos venenos modernos, la selva negra proporciona intimidad: la droga campa a sus anchas -al menos, en ciertas esquinas- y los borrachos de ocasión que, por no sé qué parámetros de utilidad, también se meten lo otro deambulan como sombras buscando los antros de Sabina, solo que lo de Sabina era más por desamor que por vicio. O quizás, no. Pero es Sabina.
Alguien grababa el otro día un vídeo explícito: una pareja hacía el amor, vestida de ocasión, en el asfalto de la calle, a plena luz del día, y en una ubicación bien privilegiada y bien transitada. Se pregunta Francisco cómo estarían los dos para tan ardiente encuentro en tan concurrido lugar. Porque parar, no pararon. Que quien paró fue el del móvil. Que ya tenía bastante. Se desconoce el final del amoroso lance -que romántico pudo ser, parece, de no ser por las horas y por el graderío que le acompañaba-, pero testigos oculares aseguran que la tensión sexual más o menos resuelta no fue ni mucho menos lo peor de la noche.
Esa noche, tal vez no, pero en otras veladas de juerga y tiempo de poniente, con el mar sosegado, no pocos zagalones se rifan el destino de alguna de esas neumáticas que son abandonadas por las mafias que traen a los migrantes. Aparecen como hongos en Cala Hernández o en El Carnaje o en cualquier cala virgen desamparada. Están amortizadas y nuevas. Y son caras. Lavado de imagen y al agua, decía hace poco un atrapa-pateras. La atalaya del oprobio, que diría Francisco. No, solo es aprovechar un recurso inútil, se defiende alguno.
El vecino que quiere que llegue septiembre para que Las Negras vuelva a ser el pueblo más bello del mundo dice que tiene mal porvenir la cohabitación del turismo de San Pedro con el de los chalets y hoteles de nivel. O sea, que a las familias que vienen a gastar en restaurantes, a hacer un bautizo de mar o a pasearse en alguno de los barcos que hacen excursiones les interesa bastante que Las Negras se parezca a lo que fue no hace mucho: un espacio de hippies setenteros que daban color a la cosa sin meterse en charcos y de gentes atraídas por la indomesticable sublimidad del entorno, muy lejos, claro, del turista de borrachera sabatina y del divorciado que ha visto en aquella oda al libertinaje el paraíso natural en el que las personas son casi cosificadas.
Desde el ventanal de su chalet, Francisco le da vueltas a eso del vídeo. Poco puede hacer hasta que aterrice septiembre. Con la vendimia y el Imserso, todo se vuelve más laxo. Las Negras no solo es bella. Debe respetarse a sí misma.
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