El alcalde de Turre no es Arturo Grima; el que manda en ese pueblo peana de Sierra Cabrera es Antonio Cazorla, el auriga de una página en las redes sociales que se llama 'Turre Grande' y que gobierna con la autoridad de un César Augusto. Antonio no es político, es ingeniero, pero tiene tanta jerarquía en el pueblo como en esas páginas donde casi a diario se cuelgan retratos y anécdotas del pueblo que él ordena con templanza, sin dejar entrar ningún comentario político. Porque en Turre, la política está en el aire, aunque no sea vea. Los niños en Mojácar nacen con una escritura de propiedad en la mano, en Garrucha con una nasa de camarones y en Turre con una ideología. Allí, en ese pueblo de molineros y ganaderos, son ya de izquierdas o de derechas en el vientre de su madre.
En Turre, ese pueblo entrañable donde vamos a comer los mejores caracoles de la provincia, la política es un arte; uno recuerda, 'tiempo ha', que como los plenos municipales de Turre, ningunos. A veces, evocando a Fausto Romero, era la inteligencia en movimiento, la dialéctica, las ocurrencias sofistas, los diálogos socráticos. Uno recuerda aquellos debates hasta la madrugada de viejos políticos como Dámaso, como Agustín Gallardo, Diego Jerez, Paco Sánchez, Montoya, Manolo, José Navarro, Rosalina Gispert y tantos otros. En Turre hay tanta sangre política, política buena en la mayoría de los casos, entendida como bien común -la política ha sido defenestrada por los malos políticos pero sigue habiendo buenos y justos y Turre ha sido (casi) siempre un ejemplo- que ha exportado ediles como Rodrigo Sánchez a pueblos de al lado.
Ahora vuelvo a ver a Arturo, un animal político, hijo de alcalde, con la vara de mando de Turre entre los dedos, un hombre que no puede vivir sin política y uno recuerda sus intensos debates, su capacidad de defenderse sin abogado, como un Charles Laughton como un Henry Fonda en 12 hombres sin piedad; uno ve de nuevo a Arturo coronado rey de la calle La Rambla y recuerda aquellas sesiones plenarias turreras en las que era tanta la gente que se agolpaba para entrar a los plenos, como si fueran a ver El Ultimo Cuplé en el Cine Avenida, que Arturo ordenó a los municipales poner altavoces en las calles del pueblo para que los vecinos siguieran las intervenciones de los concejales.
Turre con apenas 4.000 habitantes, con 900 británicos que viven felices como lagartos al sol de la montaña de Cabrera, es un pueblo pintoresco: allí se puede uno afeitar la barba a las doce de la noche porque las peluquerías siguen abiertas; allí se comía la mejor jibia en la plancha de Diego Baraza, junto a la calle Rosalías; allí se vuelven locos corriendo en Semana Santa; allí, aunque no hay playa, hay agua a raudales, agua de manantiales, quizá sea el pueblo con más agua de la seca Almería; allí se matan por el boliche que gobernaba el Jura Jura; allí están los mejores cantaores del Levante y corren las cintas como si no hubiera un mañana sembrando de tierra la calle principal; allí hay leyendas como Adelina, el Orsoca, el Grice, el Meko, el Jarras donde, en vez de hablar de fútbol como en los pueblos normales, solo se habla de política. Política y más política. La política que los une y los separa. La política que los hace grandes a veces y otras los empequeñece. Solo hay algo que los une - a los benditos turreros- como si fueran un solo corazón, solo una cosa los funde como el estaño: el grito de ¡Viva San Francisco! y por eso no es difícil ver a un comunista empujando el trono del Santo. Se puede ser ateo en Turre, pero a San Francisco que nadie lo toque.
Turre no es Cisjordania, pero en términos de combate dialéctico, como si lo fuera. Ahora llega de nuevo Arturo como el alcalde número 63 del PP en la provincia y es como si no se hubiera ido nunca. Se tendrá que ir, por el pacto con Diego Morales de IU, el de Los Moralicos, en 14 meses. Pero cualquiera sabe, tratándose de Turre. Porque Turre es impredecible, inestable, como un belén cogido con alfileres. Allí ver una mayoría absoluta es más difícil que ver a Vox ganar en Marinaleda. Vuelve Arturo a Turre, a un pueblo aún por descubrir, y es como si el tiempo se hubiera detenido.
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