Almería, en los años setenta, era una ciudad pequeña que aún conservaba parte de su fértil vega, una ciudad que se llenaba de grandes edificios que iban a terminar, con la vieja Almería de aspecto morisco que habíamos heredado de nuestros antepasados.
Entonces éramos la verdadera Costa del Sol y nos dolió mucho que Málaga nos quitara ese nombre porque aquí teníamos más sol que ellos. Hoteles no teníamos muchos, ésa es la verdad, pero fondas, teníamos hasta una calle que se llamaba de las Posadas. Teníamos una playa con agua caliente, la que salía de la Central Térmica del Zapillo, con un letrero bien claro y bien grande donde ponía: ‘Prohibido bañarse’, y cuanto más grande ponían el letrero, más nos gustaba a nosotros bañarnos allí.
Pero nos dejaron sin Costa del Sol y nosotros, para consolarnos, nos inventamos otro eslogan que decía: ‘Almería, donde el sol pasa el invierno’. Y si Málaga anunciaba su título en los reportajes del Nodo, con el glamour de los extranjeros y de su jet-set, nosotros, para no ser menos, exhibíamos el nuestro en los carrillos de las pipas y los caramelos que se instalaban delante de la puerta de los cines.
Se llevaron la Costa del Sol, se llevaron el turismo, y se llevaron los cruceros, y aquí nos quedamos con el barco de Melilla. Casi todos teníamos un amigo que conocía a un camarero que trabajaba en el barco de Melilla, el mismo que nos trajo el primer reloj que tuvimos, el primer radio casette, las bolas de queso holandés y las latas de mantequilla.
Teníamos un perfume oficial que nos caracterizaba, el de la Celulosa, que el viento repartía de forma generosa: si soplaba el Levante el olor de la fábrica llegaba hasta el Cañarete, y si era Poniente no había quien viviera en el Alquián.
Cuando no era el humo de la Celulosa el que perfumaba nuestras calles era el carro del basurero, que por donde pasaba iba dejando huella de su presencia, o los coches de caballos cargados de turistas que iban dejando su rastro de espléndidas boñigas.
Y después teníamos que ver al anuncio que nos repetían por televisión diciéndonos: ‘Mantenga limpia España’.
En aquella época todavía éramos una potencia en el mineral. Nos sobraba tanto que teníamos un barrio entero con las casas pintadas de polvillo rojo, y si se metía el viento del Este teníamos polvo hasta en la Alcazaba.
Pero entonces no éramos tan delicados como ahora, no sabíamos lo que era una alergia y cuando nos invadía el mineral de hierro nos sacudíamos el polvo, tosíamos dos veces y seguíamos jugando.
Y teníamos un reloj colectivo que nos guiaba durante el día, el pito de Oliveros, porque el de la Catedral siempre estaba averiado, y una Rambla que venía a ser como el Retiro, porque allí nos retirábamos cuando nos escapábamos del colegio o para mirarles a las niñas las piernas cuando cruzaban por el puente del instituto.
Al lugar le llamaban el puente de los mirones y había que tener mucho cuidado porque por allí rondaban los municipales con frecuencia. Uno de aquellos policías, el Cañaero, era un tipo muy dialogante: primero te daba dos patadas en el culo y después te preguntaba: “¿Qué haces aqui?”. Aparecía con la moto, de sorpresa, y como era tan bueno, nos quita
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