Más de media vida repartiendo puñetazos y Terence Hill no hace más que recibir cariño. Al carajo con el karma. Porque aquellos golpes que sonaban como onomatopeyas de tebeo eran un pasaporte a la risa. Una violencia blanca que propugnaba una justicia poética: los buenos no eran tan buenos y los malos de verdad -gentuza sin escrúpulos que, aunque vestida de etiqueta, pisoteaba a la gente noble- acababan recibiendo su merecido. Y los niños entienden, incluso a una edad en la que poco más se sabe, que así es como debería ser la vida. Luego se aprende que las cosas no son como en el cine pero esas lecciones no se olvidan. Y si te encuentras a escasos centímetros a uno de los responsables de esos ratos, no queda más que condensar tantas horas de felicidad en segundos de aplausos, besos y abrazos.
Felicidad fue la palabra más repetida en el homenaje que el italiano recibió ayer en Tabernas. La felicidad infantil del periodista Juan Gabriel García en su presentación (“Gracias por haber dado luz a nuestras vidas con tus películas”), la felicidad por el trabajo bien hecho de Juan Francisco Viruega, director del Almería Western Film Festival (“Nos hiciste felices el día que aceptaste este premio porque sabíamos que así haríamos felices a muchos almerienses”) y la felicidad de Hill, por volver a sentir el calor del público y por ver que sigue viva la llama de una amistad (“Con Bud Spencer he hecho muy feliz a la gente”, expresó). El actor está a punto de embarcarse en su cuarta película como director, que también protagoniza y escribe. Y lo hace en Almería, el mismo lugar donde conoció a su amigo del alma, y con 77 años a sus espaldas. Para un hombre del cine, no debe existir felicidad mayor.
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