Han alquilado un coche con chófer en Murcia para llegar hasta Almería. Y a las puertas de Sorbas el vehículo ha empezado a echar humo.
—Por lo menos ha tenido la decencia de averiarse donde, además de algún mecánico, haya cosas que visitar.
—Ahora, a ver el tiempo que gastan en repararlo, Blanca, ya veremos.
Susurran recorriendo las hornacinas de la iglesia de Santa María. El arquitecto que es Vicente Lampérez le presta más atención al templo que a las imágenes. Escruta la estructura de un edificio ecléctico cuyas diferentes ampliaciones se palpan. Está a falta de una profunda rehabilitación. Blanca se acerca a encender una vela a la imagen del Nazareno. Y de la sacristía sale el párroco. Cuando se presentan, don Federico cambia el gesto. Blanca de los Ríos, una de las la escritora más importantes de este país, aquí, en nuestro pueblo. Y su marido, el arquitecto especializado en grandes edificios. Cuánto honor. Y acto seguido les habla de la Semana Santa de Sorbas, única en un pueblo de estas dimensiones, con una raíz iconoclasta comparable a la cualquier ciudad de abolengo.
Y en un periquete han organizado una comida en la taberna de la carretera para homenajear a los forasteros. La pareja se ha visto envuelta en un revuelo inesperado. En sus frecuentes viajes les gusta recorrer los lugares a placer. Ella siempre recoge ideas para sus cuentos y novelas y él disfruta diseccionando calles y muros, donde encuentra vestigios de tiempos pasados colgando de las fachadas más singulares. Pero hubiese sido una grosería insistir en prescindir del sencillo homenaje que están dispensándoles y asienten educadamente, mientras intentan descifrar algunos de los monólogos cruzados, entre platos de gurullos y chacinas. Son incapaces de retener tantos nombres de principales que se han dado cita alrededor en el improvisado convite. Parece que todos descienden de castellanos viejos de la Reconquista, cuyos tatarabuelos sin excepción tuvieron un castillo dentro del reino de Granada. También acompañan a la mesa: un oficial del Registro de la Propiedad, el médico, el boticario y una maestra, doña María. Es la única que conoce la obra de Blanca y se sienta a su lado para hablar animadamente de literatura. Gracias al cielo, también es la única señora invitada al homenaje. La escritora sonríe divertida entre su servilleta cuando la profesora, una almeriense con mucha chispa afincada en Sorbas, le apunta detalles de la realidad de los comensales, incompatibles con sus discursos. Por fin la pareja se despide. Necesitan preguntar por la reparación del motor para continuar el viaje. Bajan por la carretera hacia el barrio de las Alfarerías, esperando encontrar al herrero bilbaíno que hace las veces de mecánico. Blanca comenta con Vicente las muletillas que se repiten en todos los municipios que ella haya pisado y de las que ha tomado buena nota para sus relatos. Le han quedado meridianamente claras tres cosas: la morcilla que se hace en Sorbas es la mejor de España, las cofradías responden a los clanes de apellidos que se han mezclado en la mesa y el hijo del herrero es un muchacho alto y fuerte enamorado de la hija de los Silva. Pero su padre, allí presente, impedirá por todos los medios que aquel muerto de hambre se le ocurra aspirar a ser “un algo” para su hija. De hecho ya le ha echado varios cubos de agua en la cabeza cuando se ha atrevido a rondar la ventana de su Rosita en el último mes.
Y no, el coche no estará listo para continuar la ruta mañana por la mañana. “Es el carburador”, dice el chófer. Como estamos en octubre no es que se disponga de muchas horas de sol, así que lo más prudente será planificar el viaje para pasado mañana.
Al día siguiente Vicente ha quedado en visitar varias de las casas de: los Mañas, los Valls, los Amérigos y los Piqueras para diagnosticarles si necesitan remozar los muros con urgencia o si aguantan un invierno más. Le intriga en especial visitar el Palacete de los duques de Alba, señores de Sorbas.
Mientras, Blanca buscará una tienda donde comprarse unas medias. Después quiere darse una vuelta por las callecitas de los barrios más humildes y bajar hasta las Alfarerías para adquirir algún recuerdo. Vuelve a subir al pueblo desde la carretera donde está la fonda. Se maravilla de la estampa que ofrecen las casas colgantes. Recuerda mucho a Cuenca, ya lo había escuchado. Un pueblo construido sobre una meseta de roca maciza, rodeado de dos ramblas que aportan una unidad pictórica indiscutible. Se vislumbra, cuando cruza el puente sobre el rio de Aguas, una huerta fértil y hermosa. Saluda a las lavanderas cargadas con grandes barreños que van en dirección al río a ganarse el pan con el dolor de sus manos.
Cruza la puerta de la tienda que le han indicado. Las estanterías cubren las paredes de suelo a techo, abarrotadas de todo lo que una se pueda imaginar: harina, telas, aceite, aceitunas, hilos, lanas... Sobresalen de todo lo demás dos grandes tarros de cristal, antes de llegar al mostrador. Uno lleno de caramelos y otro repleto de lo que podrían ser bombones. El olor a especias y a dulce, a algodón y a lino, envuelve los sentidos. Pero no hay nadie. Toca un timbre que hay sobre el viejo mostrador. Se escuchan risas cercanas. Blanca se asoma por detrás de los dulces y descubre a dos niñas.
—Buenos días, señoritas. ¿Así que estabais escondidas detrás de los caramelos?
—Buenos días tenga usted, señora—, responde una de ellas, recomponiéndose el vestido y tomando el mando. Ambas tendrán alrededor de once años. La que ha contestado parece ser la hija de los dueños a juzgar por su aspecto. Es rubia como una valkiria, de piel fina y blanca, ahora sonrojada. Lleva una media melena a lo garçone recogida con un pasador de cuentas de cristal en un lado de la cabeza y un vestido de lino celeste. Su mirada penetrante la constituyen unos ojos de un azul intenso que ahora le interrogan. La otra parece de etnia gitana y permanece de pie en un segundo plano, tras los bombones. Sus ropas son oscuras y remendadas, dos tallas más grandes que su cuerpo menudo. Luce una trenza larga y negra que le cae sobre el pecho.
—Quería unas medias de seda y me ha recomendado esta tienda en la posada. ¿Puede atenderme usted, señorita…?
—Flora. Tenemos las mejores medias de Sorbas. Mi padre las trae de Murcia. Ahora mismo se las saco. Carmen, abre el segundo cajón que hay detrás de ti y trae una caja a rallas.
—Así que las mejores medias de Sorbas, vamos a comprobarlo. Y esta otra moza es tu ayudante, ¿no? Carmen, te llamas.
Sonríe otra vez Flora y contesta. —Es mi amiga, está de visita. Mis padres están en el cortijo. Mañana es el día del Pilar y vamos a hacer una comida especial. Me han pedido que me quedase en la tienda un rato mientras iban a hablar con los aparceros.
—¿Es que no vais a la escuela?
—Yo sí. Le he pedido permiso a doña María para faltar media mañana. De todas maneras hoy iban a cantar canciones y celebrar el día de la Hispanidad por adelantado. Carmen no va, ella está todo el día ayudando a sus padres vendiendo canastos por los pueblos y cuidando de sus hermanillos. Se ha escapada un rato antes de la faena y ha venido a verme.
—Y tú le has regalado un bombón por lo que veo. ¿A que sí?
—Sí, pero si llega mi padre no le diga nada. Es lo primero que me ha dicho, que tiene los bombones y los caramelos contados y que no se nos ocurriese coger ninguno. Pero yo sé que es mentira, lo dice para probarnos. Es un guasón. Pero por si acaso, usted no ha visto nada…
—Descuida, seré una tumba. Y dime, Flora, ¿qué aprendes en la escuela? Sabrás leer y escribir.
—¡Uy, claro! Doña María es una buena profesora. Este año es mi último curso en la escuela del pueblo. El que viene me voy a estudiar a un colegio interna a Murcia. A mí lo que más me gusta es la poesía. Y mi favorita es: Margarita.
—¡No me digas! ¿Y podrías recitármela un poquito, por favor? es una poesía muy hermosa.
—Margarita está linda la mar, y el viento, lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar tu acento. Margarita, te voy a contar un cuento: Esto era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha de día y un rebaño de elefantes, un kiosco de malaquita, un gran manto de tisú, y una gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita, como tú.
—¡Bravo, Flora, declamas muy bien! Seguro que serás buena en la escuela. Cuánto me alegro que me digas que vas a seguir estudiando. ¿Y le enseñas algo a Carmen?
—A veces. Pero ella prefiere cantar y bailar. Más bien me enseña ella a mí, aunque también le cuento cuentos a ella y a su abuela cuando pasamos la tarde en la plaza del Castillo.
—Magnífico, no dejes de hacerlo. Sí que son buenas estas medias. Me llevo dos pares. ¿Cuánto es?
—Estas valen un duro el par.
Blanca rebusca en su bolso mientras Flora le envuelve cuidadosamente la compra en un papel encarnado, tomado con una cinta azul.
—Yo también soy una enamorada de la poesía, de hecho soy escritora. Y quiero regalarte un poema que he compuesto esta mañana. Toma, Flora, por prepararme este precioso paquete. Luego se lo recitas a Carmen y a su abuela, ¿de acuerdo?
—¿Es usted escritora?
—Sí, y te contaré un secreto: Conozco a Rubén Darío, el de Margarita, es amigo mío.
—¡Madre mía, ya verá cuando se lo cuente a doña María…!
—Toma, te lo voy a firmar para que lo guardes de recuerdo. Espero que os guste.
—Seguro que sí. Lo pondré en mi cajón secreto. Blanca de los Ríos pone aquí, ¿no? ¡Pero si doña María nos ha hablado en la escuela de su obra y de la de doña Emilia Pardo Bazán…!
—Qué tesoro más inconmensurable tenéis en este pueblo con esa maestra. Cuánto me emociona lo que me dices, Flora. Bueno, pues muchas gracias. Voy a visitar las Alfarerías. Que tengáis mucha suerte, mocitas.
—Gracias, doña Blanca, por la poesía y… hablarnos como a los mayores. (Dice una Carmen emocionada, estrenando voz)
Asomada por la ventana del amanecer siguiente, mientras recoge sus cosas para proseguir con el viaje, Blanca ve salir de entre las sombras a una pareja de novios cogidos de la mano. Caminan apresuradamente. Reconoce al hijo del mecánico y a su supuesta amada, Rosita. ¿Se fugan? Sonríe. Decide en ese momento el tema y el título de su nuevo cuento: ‘El tesoro de Sorbas’.
Blanca de los Ríos
(Sevilla, 1862-Madrid, 1956)
Escritora, periodista,
crítica e investigadora.
Nominada en 1928 al premio Nobel de Literatura.
Escribió un libro de relatos titulado: “El tesoro de Sorbas”(1914)
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