El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. Sí, ya, suena manido, pero lo demuestra la historia que vengo a contarles hoy, la historia de una maravillosa Homo insolitus que ilustra a la perfección hasta qué punto puede llegar la sinrazón humana.
Nuestra protagonista se llamó Julia Pastrana y nació en 1834 —aunque no está del todo claro— en una mísera localidad mexicana llamada Santiago de Ocoroni, en la región de Sinaloa —tampoco está claro—. Se sabe muy poco sobre quiénes fueron sus padres o cómo fueron sus primeros años de vida. Algunos estudiosos afirman que vivió hasta los cuatro años en una cueva porque su madre, de origen indígena, se avergonzaba de ella, pero no hay evidencia que lo respalde.
Lo que sí sabemos es que padecía un trastorno genético rarísimo llamado hipertricosis lanuginosa —también conocido como síndrome del hombre lobo—, que se caracteriza por la aparición de una cantidad desproporcionada de pelo tanto en la cara como en el resto del cuerpo. Además, sus orejas y su nariz eran inusualmente grandes y sus dientes eran irregulares y su mandíbula estaba deformada —debido a que también padecía de prognatismo—. Además, solo medía un metro y treinta y siete centímetros.
Un mal día, un tal Francisco Sepúlveda, administrador de la aduana del puerto de Mazatlán, se encontró con Julia mientras ella trabajaba como criada del gobernador de Sinaloa —que se llamaba, curiosamente, Pedro Sánchez—. De hecho, mientras trabajaba allí, aprendió a leer y a escribir, se instruyó en matemáticas básicas y comenzó a mostrar su talento como cantante —llegó a ser mezzosoprano— y bailarina.
Sepúlveda decidió comprársela al gobernador para exhibirla por distintos lugares de México como un monstruo que, sorprendentemente, cantaba como los ángeles, imitando los freakshows —espectáculos circenses en los que se exhibía a personas con deformidades físicas— que por aquel entonces estaban triunfando en Estados Unidos. Es más, el siguiente paso era mudarse hasta el país norteño, para lo que Sepúlveda contrató a un traductor e intermediario llamado Theodore Lent, que terminó haciéndole la puñeta: convenció para que se casase con él, ya que no se la podía llevar en calidad de esclava, y así consiguió que pasase a ser de su propiedad.
Pero existe otra versión de la historia que parece mucho más probable, aunque en ella también tiene un papel protagonista el tal Theodore Lent. Al parecer, el que la lanzó a Estados Unidos, tras comprársela al gobernador de Sinaloa, fue un empresario circense llamado M. Rates.
Lo cierto es que en 1854 debutó frente al público en el Gothic Hall de Nueva York, donde fue presentada como «La mujer oso» o «El híbrido maravilloso», el supuesto fruto de las relaciones entre un humano y una hembra orangután, y desde allí pasó a recorrer numerosas ciudades del país. Todo el mundo quería verla cantar y se formaban colas para bailar con ella. Además, aprendió a hablar inglés en muy poco tiempo —era muy buena aprendiendo idiomas— y demostró unas altas dotes intelectuales.
Su fama fue creciendo de forma exponencial. Por supuesto, ni en su caso, ni en el de los otros tantos explotados protagonistas de los freakshows, nadie se paró a pensar en lo que sentía y padecía aquella pobre mujer.
Llegó a ser estudiada por los primitivos y prejuiciosos científicos de la época. Unos pensaron que era un cruce entre un humano y un simio; otros, yendo más allá, defendían que era el eslabón perdido. Incluso el propio Darwin, en su obra La variación de animales y plantas domesticados (1868), se hizo eco de su caso, describiéndola como «una mujer de muy finos modales con una densa barba masculina y una frente peluda».Según esta versión de la historia, de M. Rates pasó a Theodore Lent, que decidió ir más allá y la llevó de gira por Inglaterra y por media Europa, donde fue exhibida, con gran éxito, como «la mujer más fea del mundo».
En 1857, le convenció para que se casara con él. Evidentemente, el motivo era económico. Lent no quería perderla. Pero su situación no cambió. Julia vivía enjaulada y nunca salía a la calle, excepto para sus espectáculos.
Hasta que un buen día, durante una gira por Rusia, quedó embarazada. Unos meses más tarde, el 20 de marzo de 1860, mientras se encontraban en Moscú, Julia dio a luz a un niño que también nació cubierto de pelo. Solo vivió unas cuantas horas. Julia murió cinco días después por complicaciones del parto. Terminó así la vida indigna de una gran mujer que nunca fue considerada como tal…, pero no termina aquí nuestra historia.
Lent vendió los cadáveres de su esposa y de su hijo recién nacido a un profesor de la Universidad de Moscú, el doctor Sokolov, que tenía la intención de momificarlos y disecarlos. Así fue. Unos meses después comenzaron a exponerse en el museo de la universidad con gran éxito. Lent, indignado, presentó una denuncia ante los tribunales y ganó. Así que en 1862 se llevó los cadáveres para exhibirlos, vestidicos con ropas de gala, por todos lados.
Lo sorprendente es que Lent se encontró en un circo de Suecia con otra mujer que padecía la misma enfermedad genética que Julia, se casó con ella ¡y la hizo pasar por su hermana! En 1880 abrió un museo de cera en San Petersburgo donde continuó exhibiendo los cadáveres disecados.
Los cuerpos de Julia y de su hija pasaron por diferentes dueños a lo largo de los años —fue exhibida como una atracción durante la época nazi y en 1973 aún se exponían en Noruega—, hasta que en el año 2013, su último propietario, el Instituto de Medicina Legal de Oslo, devolvió su cadáver a México —el de su bebé había sido devorado por las ratas un tiempo antes—. El 13 de febrero de ese mismo año, finalmente, fue enterrada junto a su hijo en la Iglesia de los Santos Apóstoles Felipe y Santiago de Sinaloa.
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