Una de las grandes obsesiones de los jóvenes españoles es proteger a sus padres. La crisis del coronavirus ha cambiado los roles en muchas familias: ahora son los hijos los que se desvelan a la hora de cuidar la salud de sus progenitores al ser conscientes de que la epidemia ataca con especial virulencia a los mayores.
Julio César Ortega, periodista almeriense afincado en Madrid, es uno de esos jóvenes responsables que se detuvo un momento a pensar cuando su empresa lo mandó a casa a teletrabajar. Aún no se había decretado el estado de alarma y lo cierto es que era tentador escaparse a su ciudad de origen a “comer comida de mamá” y pasear por la playa de Aguadulce mientras pudiera, siguiendo así los pasos de muchos de sus amigos de otras partes de España. Pero el hecho de saber que una persona asintomática puede transmitir la enfermedad, unido a que su padre es población de riesgo (tiene 87 años y es diabético), lo hizo desistir de cometer “una irresponsabilidad” de modo que decidió quedarse en casa.
“Mis padres están preocupadísimos los pobres porque dicen que, a pesar de no ser población de riesgo, estoy en el epicentro. Pero si les llega en Aguadulce, ellos lo van a tener peor”, explica a LA VOZ Julio César Ortega.
Este periodista cuenta con impotencia cómo personas mayores como sus padres reciben audios con informaciones falsas que aseguran que se está dejando de atender a los octogenarios. “Eso no parece que les preocupe tanto como el hecho de que yo esté aquí aislado, también tengo un hermano en Ibiza, pero allí hay menos casos”, indica.
Periodista de la compañía Condé Nast (con publicaciones como ‘Vogue’, ‘GQ’ y ‘Vanity Fair’), Ortega lleva confinado ocho días. Trabaja con normalidad en sus proyectos de siempre con el alivio de que su empresa reaccionó rápido, ya que hay otras a las que esta crisis ha pillado con el pie cambiado. Desde su ventana del barrio de Lavapiés ve imágenes fantasmagóricas con la cabeza puesta en su familia y en Almería.
La ciudad se sume en el silencio
Julio César Ortega ha presenciado cómo Madrid ha ido parando poco a poco su actividad hasta convertirse en casi una ciudad fantasma. Empezó a sospechar lo que se avecinaba cuando el martes de la semana pasada, al salir del gimnasio, se encontró la sección de congelados de su supermercado completamente vacía.
Tanto el transporte público como el tráfico también fueron registrando menos actividad de forma paulatina y su barrio de Lavapiés, metáfora de la vida, se ha sumido en el silencio.
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