El olivo se cultiva en Andalucía desde hace tantos siglos que sus orígenes se pierden entre las brumas del tiempo. Aunque yo nací entre asfalto y cemento, siempre me atrajeron esos rumores de cultura ancestral, apegada a la tierra. Fueron los olivos de Jaén los primeros que conocí, de la mano del poeta y pastor de cabras Miguel Hernández, y a los que puso música el cantautor Paco Ibáñez.
Aunque en la actualidad se cultivan olivos en Almería, no ha sido tierra tradicional de olivares. Por eso, recién llegado desde mi Madrid natal, me sorprendió gratamente que trasplantasen un majestuoso olivo centenario en el centro de la ciudad. No tiene esa protección patrimonial que otorgan las instituciones a determinados bienes por su significado artístico, arqueológico o cultural.
Y, sin embargo, debería tenerla, porque forma parte de una memoria que hunde sus raíces más profundas en esta tierra callada, trabajada con sudor y sufrimiento, la misma que le da belleza a este tronco retorcido que, para mi fortuna, veo todos los días frente a mi ventana, casi al alcance de la mano.
Esa protección patrimonial debería servir para protegerlo del abandono y falta de cuidados que lo tiene al borde del colapso. Según técnicos agrónomos y olivareros de toda la vida a los que he podido consultar, este olivo centenario se está secando por dentro y solo florecen las ramas superiores, porque nunca ha sido podado, lo que es imprescindible para la buena salud de todos los olivos, tarea que solo deberían hacer expertos bien cualificados.
Cultura y cultivar
Por otro lado, cultura y cultivar son dos palabras que comparten etimología y significado. Para la buena marcha de ambas se necesitan una adecuada preparación del terreno, un buen fertilizante y el regadío necesario, sin los cuales no hay un buen crecimiento e incluso el cultivo entero puede morir. Por analogía, en la educación de nuestros retoños está la base para que fructifiquen las semillas de la sabiduría.
Las aportaciones de la ciencia, las artes, la filosofía o la experiencia vital son el abono con el que vamos enriqueciendo los surcos de nuestras mentes. Y el riego, sin el cual los frutos del intelecto no crecerán adecuadamente, lo deben aportar las instituciones en su conjunto, poniendo los medios para que aquel conocimiento que se sembró con tanto esmero, no carezca de los recursos necesarios y así, pueda contribuir al desarrollo y crecimiento de nuestra sociedad.
Me acompaña este señorial olivo en mi trayecto vital desde hace unos años, tan hermoso en su origen humilde como augusto por su extraordinaria naturaleza, adquirida gracias a sus siglos de existencia. Y me alegra saber que él seguirá ahí, cuando yo me haya ido, testigo del paso del tiempo, marcando la sucesión de las estaciones con su propio reloj biológico, indiferente a las ambiciones y miserias humanas.
Flores
Ahora está floreciendo, y junto a los alegres cantos de esos pequeños gorriones que alberga bajo sus ramas, me recuerda que la primavera ha llegado, antes incluso que el final de esta pesadilla un tanto distópica que nos ha tocado vivir.
Afortunadamente, este olivo centenario, que ha sobrevivido a guerras, revoluciones y olvidos, que ha permanecido impasible ante imperios, ambiciones colonialistas, invasiones y cataclismos, este árbol hermoso y generoso sigue frente a mi ventana y me saluda cada día agitando sus ramas al ritmo de la brisa matutina, recordándome que ya queda menos para que pueda bajar a la calle a darle un gran abrazo.
Al menos, así lo deseo.
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