Siempre han estado ahí, ocupando su espacio, embelleciendo calles y plazas, sirviendo de cobijo a sus moradores y manifestando orgullosas la categoría social de sus propietarios. Se muestran rotundas y voluminosas a pesar de su longeva edad, algunas más de 300 años, nos descubren sus materiales nobles, especialmente las portadas de piedra, sus escudos de orgullosa y rancia estirpe, presumen de diseños atractivos y unas pocas, las más modernas, de cierto lujerío interior en pinturas, escayolas, mobiliario, carpinterías, etc. Quienes las conocemos desde hace décadas sabemos que nada es igual, que han sido profundamente restauradas, modificadas, arregladas, reparadas y que enseñan sin pudor sus transformaciones en puertas, ventanas, cornisas.
Lo más grave no es tanto el aspecto de los viejos caserones velezanos como la pérdida irreparable de su vida. Se construyeron por clanes poderosos para que las habitaran grandes familias de acuerdo con las necesidades domésticas y económicas del momento. A partir de los años 60-70 el sistema económico y social que las sustentaban ha ido decayendo, agonizando, hasta hallarse en un callejón, aparentemente, sin salida. Escasearon las mozas de servir, emigraron los aparceros, dejó de cobrarse el rento en forma de especies, se dispersaron las familias, se instalaron nuevos servicios (baños, cocinas, gabinetes, etc), los frigoríficos sustituyeron al sótano, la cámara y las despensas, los garajes, patio y cuadras cambiaron de uso, los bajos se modificaron para dar cabida a comercios, nuevos materiales (mármol, ladrillo, madera, etc.) sustituyeron a los zócalos de piedra y la cal; urbanizaciones y pisos deslumbraron a los hijos de los propietarios o hicieron más cómoda la vida a los antiguos dueños de mansiones frías y húmedas.
Abandono
El panorama de abandono, ruina y demoliciones comenzó a hacerse patente entre el final del denostado franquismo y el inicio de la democracia, de modo que los nuevos gestores políticos y defensores del patrimonio pensaron (pensamos) que era urgente proteger, conservar, inventariar, catalogar… y dictaron normas que evitaran su ruina y progresiva desaparición porque, entre otras cuestiones, ejemplificaban la grandeza del pasado local y podrían suponer un fuente de recursos turísticos. Los pueblos de los Vélez, a regañadientes, se dotaron de normativas urbanísticas que pretendían proteger este inmenso, variado y, en ocasiones, monumental patrimonio edilicio. Recuérdese que los monumentos de Vélez están más que protegidos, que ambos Vélez son BIC y que Vélez Rubio dispone del único Plan de Protección del Casco Histórico de toda la provincia que, con distinta gradación, protege más del 60 % de las edificaciones. Fue un paso decisivo, valiente, arrojando inicialmente unos resultados bastante aceptables, sobre todo por la concienciación de parte de vecinos que, individualmente, decidieron apostar por una nueva vida en uno de los inmuebles heredados o adquiridos.
Un espejismo
Pero fue un espejismo, los pueblos siguieron perdiendo población, las nuevas urbanizaciones aumentaron considerablemente, los nacimientos han disminuido espectacularmente y, para colmo de males, la inversión en una de las rancias mansiones resulta infinitamente más costosa que un adosado o chalet a las afueras, donde pueden disponer de jardín, garaje, calles amplias y servicios. La crisis económica de comienzos del s. XX supuso el gran zarpazo: muchos propietarios arrojamos la toalla y decidimos deshacernos de esa pesada carga. La realidad actual es que en Vélez Blanco, pero sobre todo en Vélez Rubio, la inmensa mayoría de las viviendas históricas y/o artísticas están vacías o solo ocupadas temporalmente, que nadie las adquiere y que la ruina avanza alarmantemente sin que los velezanos seamos capaces de mantener el legado de nuestros antepasados. El futuro del patrimonio arquitectónico doméstico de los municipios almerienses es muy negro. Debemos pasar del lamento y la añoranza estéril a las propuestas arriesgadas pero factibles.
Para empezar la normativa urbanística deberá revisarse con criterios diferentes donde predomine la vida de las personas y no tanto de los materiales; en este sentido, la experiencia del mantenimiento de las fachadas está siendo más un obstáculo que un factor de conservación con un alto costo para guardar yesones, piedras y morteros que luego son enfoscados y ocultados con materiales modernos.
Se puede y se debe permitir el derribo siempre que se salven los elementos valiosos (cerámica, madera, hierro, piedra…), incorporándolos al nuevo proyecto y reproduciendo la organización de vanos, altura y volumen construido. Debería limitarse la expansión urbana de municipios en regresión demográfica y restringir superficies de urbanizaciones. En tercer lugar, las instalaciones de servicios administrativos y vivienda pública, siempre que sea posible, deberían instalarse en edificios históricos en lugar de levantar nuevas construcciones. Pero, sobre todo, es preciso reparcelar estas enormes mansiones para acomodarlas a las demandas de personas que necesitan menos metros para vivir, pero, eso sí, confortables, modernas, luminosas y asequibles.
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