Las cosas que amamos hablan de lo que somos, dijo Tomás de Aquino. Así que siempre volvemos a ellas, porque sabemos que nos acogen gozosamente. Y nos las encontramos a cada paso, paseando inadvertidamente, así como llegamos a la Alcazaba por la Cuesta del Rastro.
Sobre nuestro “principal monumento” y “lugar emblemático”, no voy a recordar datos y más datos: no tendría mucho sentido en estos días un poco aciagos. Me parece más necesario evocarla en la memoria de algunas personas que conocí hace demasiados años, recordarla en su humilde y personal legado.
La Alcazaba de entonces formaba parte de las traseras de la ciudad: unas tapias antiguas encima del barrio de Las Perchas. Roberto Puig acababa de restaurar todo el lienzo sur (1984). Recuerdo la impresión que me dio ver trabada en tierra una carretilla de obra, tal cual: era una inopinada instalación conceptual que mostraba ese acendrado abandono.
Las ruinas del alcázar apenas eran visibles: quedaban ocultas entre pencas y pitas cuyas raíces crecían a veces sobre los mismos muros de tierra. Salados y barrillas, cenizos y mala hierba, junto a demasiados eucaliptos. Solo el esmero de Aurelio permitía cultivar lechugas y hortalizas en una improvisada huerta. Con todo, la geometría perfecta de los jardines de los adarves y del patio de la alberca conservaban el aire melancólico y decadente de lo que habían sido: un remedo alhambrino que Prieto trajo a su querida tierra de adopción.
Esa Alcazaba no era un monumento. Aspiraba a ser un parque rodeado de murallas con amplias vistas. Recogida en sí misma, opaca, ensimismada tenía un aire doméstico, de casa particular. Hasta disponía de mascota oficiosa, 'Negrita', una perrita que nunca salió del lugar: no hace muchos años, una excavación arqueológica exhumó sus huesos, por cierto.
El monumento era gestionado por un Patronato, una rudimentaria estructura administrativa ligada al Ayuntamiento por el Habilitado Mayor. Porque esa era otra: la escuálida plantilla de apenas 6 personas correspondía a 3 empresas distintas. Un poco como el “ejército de Pancho Villa”.
Pero cuando hago memoria de la Alcazaba de entonces, recuerdo, sobre todo, las caras del tiempo. En especial a José Arcos Sánchez, mucho más que un maestro de obras.
A José lo conocí en 1984 como joven arqueólogo que redactaba una (proto) guía de la fortaleza. Tenía 25 años, apenas dos años antes había acabado la carrera y, a diferencia de mis colegas, yo no repudiaba lo “moro”. Era la tarea ingenua pero ilusionada de los comienzos.
Desde 1952 fue memoria viva del monumento. Contratista del camino de circunvalación (1958-59), tuvo que emigrar a Alemania (1959-1966).
José hablaba pausadamente, sin pasión. Hay actos que definen una existencia como el deber laborioso de mantener algo con vida, de custodiar un legado valioso que se deshacía. Lo recuerdo haciendo pequeñas reparaciones, las típicas chapuzas, en su “oficina”.
Él llegó a conocer el monumento haciéndolo. Estuvo a las órdenes de Francisco Prieto-Moreno, Adolfo Martínez y, sobre todo, Fernando Ochotorena. Precisamente, al fallecimiento de este, cuando la Alcazaba declinaba ante la indiferencia de todos, fue más el guardián que el “encargado” del monumento.
Un día nos acompañaba un arquitecto que puso por ejemplo de nefasta “restauración” un muro de hormigón: hay que derribarlo, dijo. José calló. Me lo encontré cabizbajo.
“Ese muro lo levanté yo porque me lo ordenó otro arquitecto”, me vino a decir. Le confirmé que el original estaba debajo. Porque en los monumentos, como en la vida, no es honesto cambiar el mundo antes de comprenderlo.
Juntos tuvimos interminables charlas. Anécdotas, leyendas improbables y... algunos “secretos”: los pasadizos, las mazmorras, el estudiante desaparecido, el lugar exacto del tesorillo descubierto. Nada como el propio lugar para disfrutar y verlo.
José me enseñó que a los monumentos también se les respeta en sus recuerdos. La pequeña historia de un encuentro.
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