Almería, 1925
El Ford blanco sigue parado en la plaza de la Catedral. —¡Eh, no me toquéis los faros!—. Salen corriendo dos mocosos que andaban agazapados. Y aquellos que se aproximan deben de ser la pareja que ha venido a buscar. Él es el nuevo inspector de policía procedente de Granada, junto con su exótica esposa, una mujer de andares felinos. Dicen que es cubana.
Desciende del auto, aplasta el cigarrillo contra los adoquines y se coloca bien la gorra de plato:
—Buenas tardes, inspector Peláez y señora.
—Buenas tardes tenga usted, señor...
—Galindo, soy el chófer de la familia Fischer, para servirles.
—Mucho gusto. Discúlpeme, temo haberme demorado en lucir decente.
—Estás preciosa, Némesis, no te preocupes más. Este vestido de gasa verde agua hace juego con tus ojos... ¡Y no te toques el pelo! Vas a sacarte la estrella de cristal que te regalé.
El coche da la vuelta a la plaza para dirigirse hacia la Rambla. Esta noche se organiza una gran fiesta en el palacete más hermoso de Almería.
—Son ustedes recién casados, ¿verdad? Recuerdo esa mirada en mis patronos el día de su boda, hace ya cinco años de eso. La señora Blanca tenía también esa especie de brillo que le salía por los ojos.
—Vaya, qué pena, se nos nota la cara de tórtolos, José.
—Envidia, diría yo si me lo permite, señora. Si la luna llena alumbra mi estela, pienso buscarme una mujer que me mire así.
—¿La luna llena?
—Es la forma de hablar de la mar. Tuve suerte de toparme con el señor Fischer en el puerto cuando era un crio. Y aquí me ve, conduciendo el único coche americano de la ciudad.
—Así que, ¿piensa usted marchase de casa de los Fischer?
—Por la finca de Santa Cecilia recalan las oportunidades de tres en tres. Todo se andará.
El Ford queda estacionado en la entrada. El cielo luce ahora con ese púrpura que apasiona a Némesis y una hermosa luna de primavera remata un escenario de ensueño.
Los anfitriones, al pie de las escaleras, reciben a sus invitados. El señor Hermann Fischer es un hombre corpulento, de rasgos vikingos, como lo era su difunto padre. Ella resulta una mujer menuda vestida a la última moda de París, con una túnica color caramelo cubierta de cristales que brillan casi tanto como el cielo que les va cubriendo. Lleva sobre la frente una delicada diadema en oro viejo. Parece la esposa del César. “Si alguna vez contuvo la mirada del amor en su rostro, más nunca se supo. Él, en cambio, luce exultante enfundado en su esmoquin”, piensa la cubana.
—Y esta es mi prima Cecilia y su esposo Oliver venidos hace quince días de Dinamarca con sus seis hijas. Van a convertirse en nuestros socios en el negocio de la exportación de uva y también van a construirse una casa en la parte norte de la finca. Desde que murió mi padre hace siete años, no he hecho más que expandir el capital. Y aquí está mi familia danesa, mi querida prima Cecilia y su marido, dispuestos a quedarse a vivir en Almería. ¿Cómo lo ve inspector Peláez, no es maravilloso?
—Fantástico, señor Fischer, la familia es siempre una opción si hay buena sintonía. Mi padre, sin embargo, me decía: “la familia y los negocios pocos y lejos.” Supongo que cada casa es un mundo.
Los invitados parecen levitar por el hermoso jardín. Huele a celindo y a jazmines y una notable orquesta intercala suaves valses vieneses con otros ritmos de moda dedicados a los más jóvenes. “Tremendo mango, caballero, esto es jazz,” comenta Némesis emocionada.
Les presentan al alcalde, al arquitecto municipal y a varios médicos que, también son concejales del Ayuntamiento. Todo lo más granado de Almería ha venido a rendirle pleitesía a los Fischer. El edificio cuenta en una de sus esquinas con una torre donde pareciera que una princesa fuese a brindar su trenza a su enamorado. El diseño ecléctico es copia de la residencia familiar en Dinamarca.
Ya se hace noche cerrada y algunas señoras pasan al hall. La decoración arquitectónica es digna de diseccionar. De los capiteles de las columnas salen cabecitas de una mujer sonriente que parece ser siempre la misma. Némesis no puede evitar quedarse extasiada mirándolas.
—Es mi tía Cecilia, que en paz descanse. Se cayó del caballo y se desnucó en 1888, cuando mis dos primos eran unos críos y ella una joven hermosa. Mi tío quiso construir esta casa en su honor.
—Muy singular. ¿Y sus primos crecieron viendo la cabeza de su madre muerta por todos los rincones?
—No, cuando murió tía Cecilia los enviaron a Dinamarca y no volvieron a Almería hasta que fueron adolescentes. Entonces esta casa ya estaba construida. Regresaron con su padre en 1902 de la mano de su niñera, Inga. Es esa mujer que ve allí supervisándolo todo. La misma que en 1908 se casó con mi viejo tío. Se llevaban casi treinta años, pero aseguran que fueron felices hasta que él muriera en el 18.
—Qué historia tan impresionante, parece el principio de una novela de Agatha Christie… Es una escritora de misterio británica muy de moda, no me haga caso. Y entonces su primo es el único heredero del imperio, ¿no?
—Guillermo, el otro hijo, vendió a su hermano su parte hace tres años y voló del nido.
—¿Y la actual señora Fischer? Me pareció que subía las escaleras hace rato.
—Goza de una salud delicada. Siempre se retira con una de sus jaquecas.
Los caballeros fuman en el jardín. Un concejal cuchichea al oído de un empresario orondo algo que les produce una inmensa sonrisa a ambos. Varias parejas jóvenes bailan un alegre fox-trot, mientras las señoras mayores se arrebujan en sus chales tras copas de champagne. El evento está resultando elegantísimo. El debut del teniente Peláez en la alta sociedad almeriense se convierte, a su pesar, en la atracción de la velada. Lo pasean como si fuese un elefante africano. Por suerte, Némesis le ha caído en gracia a la hija mayor de la prima Cecilia, también bautizada con el apelativo femenino por antonomasia de la familia. Departen divertidas sobre sus planes de joven enamorada de 21 años, con un novio abandonado en Ámsterdam y que amenaza con secuestrarla.
—Quisiera leerle uno de sus poemas. Es escritor, sabe. ¿Puede acompañarme a mi cuarto que está en la planta de arriba?
—Bueno, no sé si es apropiado que yo visite los aposentos privados de la casa...
—Por favor, Némesis, será solo un momento. Inga no está por aquí ahora. Ella es la verdadera dueña de Casa Cecilia, ¿sabe? Aprovechemos.
Suben trotando por los peldaños de mármol al compás de la música de fondo. La habitación la comparte con su hermana Aneka de 15 años, que no ha sido autorizada a participar de la fiesta, es demasiado joven. Y la encuentran llorando desconsoladamente sobre la cama.
—¡Ay, Cecilia, menos mal que has venido! (La niña se abalanza sobre su hermana). Ha pasado algo horrible. He salido a la galería a ver desde un rincón a los invitados de la fiesta. Y de pronto, he empezado a escuchar a dos personas hablando dentro del cuarto contiguo. Decían que mañana será el gran día donde papá y mamá van a firmar un contrato falso. Y yo pensaba en echar a correr cuando han salido. Entonces me he quedado rígida en la oscuridad. Pero les he visto las caras. Eran el primo Hermann e Inga. ¡Y él la ha besado en la boca como en las películas! Después el primo ha bajado a la fiesta y ella ha subido por esa puerta que lleva a la torre. Y yo no sabía qué hacer...
—Tranquilízala, Cecilia. Voy a buscar a tu madre.
Pero Némesis necesita a su marido. Por fin lo vislumbra entre el tumulto. Va a tocarle el hombro cuando, un golpe seco la obliga a mirar hacia el cielo. Y un grito ahogado se le escapa entre los dedos sobre sus guantes largos de satén. Desde la torre cuelga una persona. El espanto se encadena, cesa la música. El inspector Peláez, Hermann Fischer y el primo Oliver ascienden rápidamente por el caracol. Némesis y Cecilia madre los siguen de cerca.
Irrumpen en la estancia. Allí arriba es donde Blanca tenía su refugio. Encuentran una nota sobre el escritorio que Némesis lee sin tocar:
No encuentro motivos para seguir viviendo, perdonadme.
Los hombres arrían el cuerpo con sumo cuidado. Lo tumban sobre el suelo. El inspector Peláez le toma el pulso, le toca el cuello. Todo apunta a que Blanca se ha suicidado.
La nota está sin firmar y contiene una gran mancha. Se le ha debido derramar el tintero mientras escribía, pero, no aparece la pluma. El señor Hermann está estupefacto frente al cadáver de su esposa, no reacciona. Entonces surge la hierática Inga desde la nada.
Némesis estudia de cerca el cadáver y le sisea algo a su marido al oído, ante lo que el inspector dictamina:
—Siento decir que esta desgracia no parece un suicidio, sino a un asesinato. Señor Fischer, necesito hacer una llamada de inmediato a comisaría desde su aparato telefónico. No se toca absolutamente nada, ¿entendido? Querida, mientras llegan los refuerzos tendrás que ayudarme. Baja al sótano y avisa al personal de servicio que estén reunidos para hacerles unas preguntas. Oliver, quédese aquí vigilando, mientras su esposa controla a los invitados de la fiesta. Señor Fischer y señora Inga, no se muevan de esta torre. Tomen asiento, la noche será más larga de lo previsto.
La prima Cecilia se hace responsable del desconcierto del jardín intentando contener el pavor propio y ajeno. Nadie pueda abandonar la finca. De repente Némesis echa a correr. Atraviesa el hall y el salón principal hasta salir a la terraza sur del palacio. Baja las escaleras como una exhalación. El teniente Peláez suelta el teléfono y sigue a su esposa. También ha percibido el motor.
Son las siete de la mañana. El coche patrulla va camino de comisaría con el sospechoso.
—No será el único detenido, ¿verdad, mi amor?
—Ya veremos. Pero tu perspicacia ha permitido detener al autor material del crimen. La tinta azul en sus uñas y la ausencia de ella en las manos de la difunta, más el nudo marinero de las sábanas alrededor del cuello de la pobre Blanca han sido determinantes.
—Un pescador metido a chófer que quería ser almirante demasiado rápido. ¿Le has dicho a la prima Cecilia lo de la estafa?
—Sí. Pero he acordado con el matrimonio danés que finjan no saber nada. Voy a hablar con el banquero familiar y seguramente podré presentarme en el notario con una orden de detención para el señor Fischer e Inga. Por ahora, que piensen que están a salvo. Dos agentes vigilan la finca sin que ellos lo sepan. He hablado también con las niñas danesas y guardarán silencio.
—Tremendo estreno en Almería, inspector Peláez.
—¿Verdad? Bueno, te acompaño a casa en el coche patrulla que ha quedado en recogernos en media hora, me adecento un poco y vuelvo al trabajo.
—Mientras tanto, paseemos un poco, necesito aire fresco. Voy a sacarme los tacones, me pesan como si hubiésemos estado bailado mil valses sobre un gran charco de sangre.
—Es que así danza el poder. Acostúmbrese a esto, señora de Peláez.
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