Antes de que diésemos la espalda a la muerte, o simplemente la ignorásemos como si así fuera a olvidarse de nosotros, hubo un tiempo en que retratar a los difuntos no solo era una práctica habitual, sino que constituía casi un género fotográfico. La fotografía post mortem, que surgió poco después de que apareciese el invento y en Almería estuvo en boga a partir del último tercio del siglo XIX, nada tenía que ver con el morbo y sí con la melancolía por la desaparición del ser querido. Era, además, un signo de distinción, ya que no todas las familias podían permitirse este dispendio.
Así lo recoge en el último número de ‘Revista Velezana’ el investigador Enrique Fernández Bolea que, con el acierto que lo caracteriza, radiografía los escasos vestigios que quedan en la provincia de esta costumbre tan extendida que, tal y como defiende, “se convirtió en aliada de los vivos en esa lucha ancestral por mantener vigente la memoria de los difuntos”.
Según Fernández Bolea, la presencia del desaparecido a través de la imagen “atenuaba la pena, el irremediable duelo”. De ahí que muchas familias pidiesen al fotógrafo que el difunto posase con apariencia de vivo. Esto requería el traslado del cuerpo al estudio con todo lo que eso implica y el “incremento ostensible del coste”.
“De la habilidad del profesional, de su dominio de la técnica, de la iluminación de la propia colocación del finado, depende el que una cierta naturalidad enmascare el rictus de la muerte”, sostiene en el artículo. Por eso en más de una ocasión, en un intento de “atrapar el último aliento”, se inmortalizaba al enfermo antes del momento de la agonía.
Retratistas
En el último número de ‘Revista Velezana’, que gira en torno al tema central de la muerte, el historiador rastrea quiénes fueron los fotógrafos que cultivaron los retratos de fallecidos en Almería. Entre ellos están José Rodrigo Navarro, fotógrafo lorquino vinculado al Levante minero; Agustín Morales, “uno de los retratistas más destacados del panorama fotográfico almeriense”, o Pedro Mancebo, con estudio en Vélez Rubio.
Si bien entre las clases pudientes se imponía el afán de ostentación -lo que dio lugar a reportajes que bien merecerían un estudio sociológico con imponentes cortejos fúnebres, un nutrido acompañamiento y hasta el clero con “el boato requerido”-, las familias humildes llegaban a realizar auténticos sacrificios para ahorrar en busca del consuelo de conservar un recuerdo del ser querido.
De entre la colección de imágenes, todas ellas inéditas, que rescata la investigación destacan las correspondientes al multitudinario entierro de Magdalena Soler Márquez, ocurrido en Cuevas del Almanzora en 1896. De autoría desconocida, pertenecen a la colección de Enrique Fernández Bolea. A lo largo de las páginas aparecen otras que están en manos privadas, así como las custodiadas por el Archivo Municipal de Lorca.
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