Francisco Brines, “de nuevo era la juventud que regresaba”

Estuvo en Almería, en un curso en Aguadulce, y en el Aula de Poesía con un viejo Valente

Francisco Brines, que recibió hace unos días el Premio Cervantes de manos de los Reyes, en una imagen de juventud.
Francisco Brines, que recibió hace unos días el Premio Cervantes de manos de los Reyes, en una imagen de juventud. La Voz
Ramón Crespo
17:23 • 21 may. 2021

Cuando el día se despedía, con un falso silencio, me enteré de la noticia de su muerte. Las imágenes últimas de su maltrecho cuerpo anunciaban lo peor, después de una larga  despedida postergada en estos años porque así lo quiso el destino. Ensayo de una despedida tituló una de sus primeras Antologías, la de 1974. Su voz fue apagándose como si reflejara su voluntad de abandonar este mundo, tan querido para un poeta que con la palabra fue en su búsqueda aunque para ello tuviera que regresar al pasado. Brines es el poeta elegíaco, el que fía en ese regreso la esperanza de una vida plena.



Para este lector Francisco Brines fue, después del descubrimiento de Juan Ramón, el poeta. Ambos pertenecen a una misma estirpe, pues ambos son heridos por la belleza. Leí en aquellos, mis primeros años, una y otra vez La certidumbre de la poesía, introducción meditada para acompañar, y dar aliento, en esos días fríos, a tantos aprendices de poeta, un breve pero iluminador texto que precedía su Selección propia, en Cátedra.



Ahí dejó para el conocimiento de todos  -una virtud suya la de saber hacer amigos- lo que significa la escritura poética, la emoción como imán sobre el que gravita la palabra, y la necesidad como el aire limpio que se respira y llena de autenticidad la escritura.



Francisco Brines escribió mucho más que “con cierta continuidad, esporádicamente”, como le gustaba decir. Y fue fiel a esos principios, emoción y necesidad, en todos sus libros: Las brasas (1960), Materia narrativa inexacta (1965), Palabras a la oscuridad (1966), Aún no (1971), e Insistencia en Luzbel (1977), y pasados los años en Otoño de las rosas (1986), y Última costa (1995).









Él nos enseñó que la poesía no es un acto de voluntad sino de espera. Ahí, en esa espera se cumple su verdadero destino. Pero también nos acercó a la luz y el mar, a los naranjos, de su Oliva natal, y a las tardes que tanto me recuerdan ahora las de Ramón Gaya, llenas de esa dulce y sabia melancolía levantina, nunca pretenciosa, heredera de los clásicos, acompasada al ritmo de esta orilla del mediterráneo. La juventud, su esplendor efímero, y el deseo, como pulsión vital, formulan una lírica con voz propia, tan elegante y mesurada como él, la sombra de Cernuda siempre presente.



Lo recuerdo en Almería, junto a Claudio Rodríguez en un curso en Aguadulce, ejerciendo un magisterio como continuador de una tradición aprendida en Aleixandre, y lo recuerdo hablando con nosotros, con Jose Andújar y José Luis López Bretones, de poesía, tan cercano, y feliz en su tarea de trasmitir una mirada abierta y serena del mundo, y  sobre todo lo recuerdo en una noche fría de marzo, unos minutos antes de empezar su lectura en el Aula de poesía, cuando se estrechó en un abrazo con José Ángel Valente, su viejo y admirado amigo desde los tiempos de Oxford, después de muchos años sin verse. Valente, enfermo, quiso, por última vez, volver a oír los versos de Brines que resumen Un proyecto de vida eterna.    


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