Allí, en Lucainena, en el Hotel Montesión, en la tarde de autos del pasado sábado, estaban todos sus afectos encapsulados: más de un centenar de amigos convocados por el bueno de Diego Alonso Cánovas, el organizador, junto al grupo Poetas del Sur, del homenaje de amistad, de aprecio, de estima, a Pedro Soler; allí, delante de un póster gigante con el paisaje del caserío blanco bajo el monte verde, rodeado de sus propios lienzos por doquier, estaba este artista con nombre de apóstol y aspecto de Moisés, con su barba blanca y una especie de guayabera, con su palabra tranquila a pesar de las emociones; allí estaba este hombre de Sorbas, de madre turrera, como preguntándose qué había hecho él para merecer ser el niño de ese bautizo. Y se lo aclararon con palabras, con sonetos, con canciones, su enjambre de amigos -el Club de Amigos de Pedro Soler, que es como pertenecer a una sociedad de cosas inútiles pero bellas- en una verbena palpitante de la palabra, consagrada a darle las gracias en prosa y en verso por su aportación a la cultura de la provincia: por su caudalosa cuota de ingenio a través de su poesía singular, de su pintura original, de sus relatos costumbristas, de su cerámica humilde, de sus dibujos rurales, de sus artículos en El Afa y Axarquía. Por todo eso y por cultivar la amistad a la antigua, a fuego lento, como en su horno de alfarero, es por lo que Soler Valero consiguió ser el artífice de algo muy complejo: reunir detrás de su impronta, como el flautista de Hamelín, a casi un centenar de personas, en una tarde de mayo, para rendirle un homenaje, no solo por lo que es, sino por lo que hace y, sobre todo, por cómo lo hace. Porque uno está convencido, como escribe de él su medio paisano Pepe el de Piedad, que Pedro va por la vida haciendo versos como un alfarero, saludando como un alfarero, atándose los zapatos por las mañanas como un alfarero, como un panadero de masa madre, y uno al abrazarlo cree percibir en la ficción del saludo el olor a leña quemada.
Debió ser un día entrañable para el autor de ‘Sorbas, Historias del Paraíso’, una obra maestra de la infancia perdida, un Cinema Paradiso, versión Sorbas; debió ser una tarde imborrable para el creador de ‘119 poemas sin futuro’, y uno intuye que, ya en el cóctel relajado para todos menos para él, cada vez que decía que salía a fumar, en realidad lo que iba era a desahogarse de tanta emoción para poder seguir manteniendo la apostura sin derrumbarse, a pesar de que durante cuatro horas eternas estuvo recibiendo caricias y alabanzas.
Con Mar Segura como presentadora, arrancó el acto el alcalde anfitrión, Juan Herrera, dando la bienvenida, y siguieron las glosas a Pedro Soler del historiador Jacinto Soriano, Andrés Pérez, Manuel León, Juan Grima y Diego Alonso Cánovas, el urdidor de la tramoya. Y después, versos y más versos, estrofas y más estrofas, dedicados al galán de la noche por una amplia nómina de rápsodas: desde Libertad González a Pedro Felipe Granados, pasando por José Antonio Olmedo, Sara Harb, Virginia Fernández Collado, Perfecto Herrera, María Lago, Alonso de Molina, Paqui Sánchez, Diego Alonso, Chelo Milán, Ismael Diadié, María José Alvarez, Javier Irigaray, Berta Maldonado y Carmen Baeza, invocando a Borges y a Octavio Paz, a Benedetti y a Machado y su camino. Y hubo una placa conmemorativa del emotivo día, entregada por Perfecto Herrera, y retrato de Pedro, obra de su pariente y magnífico fotógrafo del claroscuro, Rodrigo Valero.
Y después, el piano de Antonio Gallardo y su 'Alfonsina y el mar', y la voz, como una torrentera almanzorí, del tenor Antonio Perales, compinchado en el atrezzo con Garrido y Trigueros, y los trovos de la Cuadrilla del Maestro Gálvez, y las rancheras con sabor a ojén con las que el propio Soler Valero, don Pedro, se destapó como colofón a una noche generosa en cosecha de cariños, perpetrada en uno de los pueblos con el título de ‘más bonitos de España’.
El sorbeño que volvió a su huerto y a su higuera
Pedro Soler Valero (Sorbas, 1942), nació en una casa con higuera, como Miguel Hernández; un árbol que crecía, como él mismo, buscando la luz y en cuyas copas se refugiaba un regimiento de gorriones que iban haciendo sus nidos al compás que su vecina Tadea tendía la ropa blanca cantando coplas de la Piquer. De allí, de ese sol y de esas canciones, escapó a los 20 a Cataluña, creyendo que iba a descubrir el mundo. Y no solo no lo descubrió, Pedro -este Pedro de 80, con alma de 15- sino que volvió a su huerto y a su higuera cargado de dudas: “Solo los imbéciles están llenos de certezas” exclamó; y volvió Pedro a Sorbas a los 65, a oír el rumor de la acequia y a untarse las manos con el óleo y con el barro tierno, presto para el horno.
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