Hoy no pueden encontrarse en ninguna biblioteca. Cayeron en el olvido bajo la losa de su supuesta mala calidad. Sin embargo, desde finales del siglo XIX y hasta las primeras décadas del XX las novelitas de quiosco enseñaron a leer y también a escribir a varias generaciones de españoles. “Forman parte de la memoria de unos años de este país”.
El que así habla es Alejandro Buendía, director de los Museos de Terque, que ha custodiado durante años todo el material relacionado con la literatura de quiosco que la gente le ha donado. Buena parte de él forma parte de una valiosa exposición que puede verse desde ayer en la Villaespesa. Al fin, esas novelitas del oeste y románticas y los folletines por entregas se hacen hueco en una biblioteca.
Coincidiendo con la inauguración de la muestra, el tándem formado por el centro literario y los Museos de Terque invitó al almeriense Ángel Cazorla (Santa Cruz de Marchena, 1930) a contar su experiencia como Kent Wilson, pseudónimo que adoptó para que pareciera que sus relatos western, policíacos, románticos, bélicos y de ciencia ficción estaban escritos por un americano del mismísimo Kansas.
“Debemos agradecerle que vuelva a Almería a recordar cosas, porque el oeste tira. Es un emigrante que se hizo a sí mismo: aprendió idiomas, comenzó a escribir a los siete años, ha llevado a cabo una importante labor como traductor y cultiva la poesía”, adelantó Buendía.
El golpe de la censura
El propio Cazorla evocó cómo empezó a escribir en una máquina alquilada. Esa primera novela fue rechazada por la censura, que la consideró “semipornográfica”. Lo mismo le ocurrió con ‘El pan y la tierra’, donde rememoraba su infancia en Santa Cruz de Marchena, por abordar el incesto y el adulterio.
“Escribía una novela al mes y me daban 1.200 pesetas, que sumaba a mi salario en la fábrica. En Bruguera me dijeron que tenía un estilo demasiado literario y poético y que allí había que matar a más gente”, ha apuntado alguna vez el almeriense.
Al testimonio del escritor se sumó una aproximación audiovisual a su intensa trayectoria -tiene 85 años y nunca ha dejado de escribir- a través de la proyección del documental de José Carlos Castaño ‘Le llamaban Kent Wilson’.
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