La investidura fallida de esta semana ha dejado un paisaje político más desolador del que ya existía antes de la quimera aritmética de Pedro Sánchez por llegar a la presidencia del gobierno desde sus noventa diputados. Un paisaje con figuras petrificadas en la incapacidad en el que (casi) ninguno de sus protagonistas ha salido airoso.
Los españoles expresaron el 20D su deseo de ser gobernados desde el diálogo y el acuerdo aunque dibujando una matemática parlamentaria endiablada. En circunstancias así era previsible la dificultad para gestionar desde la voluntad lo que los números no propiciaban; pero es en estas situaciones de extremada complejidad donde se pone en evidencia la capacidad de liderazgo de quienes han sido elegidos para navegar en medio de la tormenta.
Los ciudadanos hablamos entonces, y ahora, dos meses más tarde, quienes debían haber sabido “interpretar” aquella opinión poliédrica colectiva acaban de asumir, sin rubor, que ellos no son capaces de encontrar una salida al laberinto y, por tanto, que vuelvan a ser los ciudadanos los que regresen a las urnas para arrojar otra aritmética en la que los números no cambiarán y tampoco quienes los personalizan. Volver a empezar para llegar al mismo destino.
Todavía quedan dos meses por delante para que la situación no acabe en un bucle irremediable, pero la “actuación” (el entrecomillado es intencionado) de esta semana de quienes protagonizaron las dos sesiones de investidura solo alienta el desaliento.
Pedro Sanchez lleva jugando desde las elecciones en tres escenarios distintos: el parlamento, la dirección del PSOE y la permanencia de su candidatura en unas elecciones repetidas. Su intento de alcanzar un acuerdo de transversalidad con Ciudadanos y Podemos estaba condenado al fracaso. Solo desde la ingenuidad podría contemplarse que el intento llegara a puerto. El naufragio estaba escrito en la hoja de ruta desde el momento en que Podemos no estaba dispuesto- por su hipoteca con las mareas independentistas- a doblar el cabo de las tormentas de la renuncia al derecho de autodeterminación. Había que querer estar ciego para no darse cuenta de que ese viaje equinoccial al dorado de la transversalidad se acercaba al delirio. Sanchez y su ejecutiva optaron por la ceguera; no por torpeza, sino de forma intencionada.
La aventura de la investidura acabará mal- pensaron-, pero durante el viaje las olas del protagonismo acabarán diluyendo el fracaso electoral de diciembre y el candidato y su club de fans seguirán en el puesto de mando tras el congreso de mayo; que es de lo que realmente se trataba.
Durante treinta días el candidato socialista ha visto aumentar su protagonismo, pero no su peso político. La negociación con Podemos a través de las redes sociales fue una estrategia, tan infantil como esnobs, que descalifica a quienes la protagonizaron desde las dos orillas. La gobernanza de un país no puede decidirse a través de media docena twitts escritos con literatura preadolescente.
Mariano Rajoy, dos meses después de su fracaso, todavía no ha comprendido que el tiempo le ha alcanzado. Su intervención en el debate le situó en otra época. Llevaba desaparecido desde la noche electoral y su despertar del miércoles puede que no vaya más allá del último intento por recuperar una realidad que ya no le pertenece. Nunca lo admitirá, pero su negativa a aceptar la petición del Rey a intentar formar gobierno acabará siendo un error de proporciones colosales. Quienes el miércoles le aplaudían desde su bancada lo hacían desde el interés de su continuidad en el liderazgo del PP porque eso les garantiza la suya en el escaño- si cambia el jefe, ¿quién nos garantiza que no corremos los demás el riesgo de perder la comodidad de la posición que ahora ocupamos?-. Es cierto que también lo hacían desde la complacencia inevitable de la descalificación rotunda del adversario; tan cierto como que muchos de quienes se rompían la manos en aquella sinfonía premeditada de aplausos también alojan en el rincón más impenetrable de su pensamiento que Rajoy está más cerca ya del problema que de la solución.
Pablo Iglesias ha vuelto a sus orígenes. Sin el megáfono su cotización baja tanto que el miércoles regresó, por momentos, al griterío. Se equivocó de escenario. El parlamento no es una asamblea universitaria ni un plató amigo dirigido por amigos. Le daba igual. Había que mostrarse airado, soberbio e insultante. Su oposición no es al programa de Sanchez, por mucho que se empeñe. Su negativa a la abstención hunde sus raíces en la convicción laica de que él es el camino, la verdad y la vida. Su superioridad moral es tan alta que la actuación de las cloacas del Estado contra el GAL durante los gobiernos de Felipe González mancha las manos del expresidente de cal, pero su complacencia en el entendimiento de las razones políticas que asistían a quienes asesinaron a más de ochocientos españoles le acercan a él a la excelencia de la comprensión política. Lasa y Zabala fueron dos víctimas del terrorismo de Estado; los ochocientos asesinados por ETA la consecuencia inevitable de un conflicto político.
Albert Rivera, el último personaje por orden de aparición, ha sido, quizá, el que mejor ha protagonizado la puesta en escena. Quienes le daban por muerto en la noche electoral lo ven- y cada día más- como el futuro líder del centro y la derecha española. Su intento de buscar puntos de encuentro en un país tan cainita como el nuestro es una espada de doble filo. El desdén del PP se ha vuelto temor ante las próximas elecciones. Hasta los columnistas más cercanos a la de recha tradicional lo ven como alternativa viable al inmovilismo rajoyista. Ha sido el único que no ha salido con heridas a lo largo de todo el proceso. Ni cedió, ni mintió, ni se arrepintió. Es posible que detrás de su partido solo haya estrategia marketiniana, pero en medio de la turbación ha mantenido la coherencia y eso en política se premia si no con los votos, al menos con el reconocimiento.
La sesión ha llegado a su fin. Quedan dos meses por delante. Quienes han sido los protagonistas han fracasado. Y lo peor es que han abandonado el escenario sin haberse dado cuenta de su fracaso.
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