Son muy pocos los votantes que confían su voto al resultado de un debate electoral cuyo resultado depende de las sutilezas subjetivas que se apliquen para establecer un ganador. La prensa, según tendencias y línea editorial, otorgará el triunfo o fracaso en función de aciertos de unos o salidas de tono de otros. Ha de ser muy evidente, escabrosa y efectista la intervención como para discernir una valoración universal; y aún así, habrá opiniones discrepantes llevadas por la interesada pasión o el visceral sectarismo.
El encorsetado formato del debate cara a cara o múltiple se basa en la administración de tiempos, temas preestablecidos, color neutro, temperatura controlada, réplicas tasadas… y una moderación autómata y monótona que, cuando interviene con mínimo atisbo de periodismo, a los espectadores acostumbrados al aburrimiento establecido les parece que se descubre una estrella mediática, y a los más ortodoxos les parece que se ha metido la burra en misa.
El debate fija la atención en el despliegue técnico y estético: reportaje “prematrimonial” de prolegómenos, cámaras en el coche que les conduce a los estudios, entrada triunfal, salutación, seguimiento con steadycam, maquillaje, vestuario… y control del tiempo mediante árbitros de baloncesto atentos al reloj de oscilaciones del átomo de cesio y en conexión con la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de París -espero no se haya inundado-. O sea, un operativo similar a Cabo Cañaveral previo al lanzamiento de un cohete a Marte.
El efectismo de un vídeo impactante, ritmo merengue o la originalidad en el programa electoral son los objetivos perseguidos para orientar al electorado proclive a estos espejismos. Algunos partidos han podido comprobar el grado de formación democrática de un gran sector de la población y, consecuentemente, sacan provecho de ello.
Nos encantan los programas de Bertín, “Quién vive aquí”, “Mujeres ricas”… A ver cómo tiene la cocina; si tantos baños; cómo ha decorado el dormitorio; si plasma gigante… El ejercicio de la intimidad cotidiana, aunque sea ficción, es un atractivo que no escapa a los políticos más avezados en el encandilamiento (populismo) y la forja de una imagen falsa.
El programa/catálogo de Podemos es un buen ejercicio de marketing fruto de una previa prospección sociométrica que evidencia la existencia de un gran sector de la población ignorante y fácilmente seducida por destellos publicitarios.
La elección ha de ser un catálogo de cierta calidad con formato fusilado de otro con probada aceptación: lectura fácil, muy visual, mimetizado con el terreno cotidiano, desvelando intimidades, gestos emotivos, originalidad minimalista… la Arcadia -ya salió Grecia- feliz. Además, con precio de mercado (1,80€); así se reafirma la feligresía comprometida con el proyecto y, de paso, con el crowdfunding colaboracionista.
La compra por catálogo, sin el asesoramiento adecuado, puede dar lugar a muchos fiascos. No es la primera vez que el mueble no cabe, el color no era el de la foto, faltan tornillos o el montaje resulta inestable y frágil. Hasta en las tiendas de muebles los libros son de pega y el televisor es una carcasa analógica.
Cuando recibamos el producto del catálogo de Podemos al modo de “Ikea” tendremos que ver el procedimiento de ensamblaje (pactos inauditos); colocación de piezas delicadas, que irán al suelo por falta de solidez (bienestar y Estado de Derecho); llamar a alguien que sepa cómo reparar el desastre (intervención por crack). Al final, cabreo, choteo conyugal y el mueble irá a la mierda: dinero y tiempo perdidos. Y de garantías, devoluciones o protección del comprador, mejor no les cuento.
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