Me acuso de que lo que más me gusta de los toros es oír hablar a los que se apasionan con su mundo. Nunca vi torear a Curro Romero, pero me enamoré de él el año que conviví con Antonio Lorca, el actual cronista taurino de El País (para mí, el mejor de España), en una residencia madrileña de estudiantes universitarios.
El maestro de Camas era para el entonces aprendiz de periodismo de Arahal- de ese pueblo sevillano es Antonio-, no el Faraón, ¡qué va!: era Dios en la tierra, la santísima trinidad del albero y la biblia en verso que hubiera escrito García Lorca si lo hubiese llegado a conocer (aunque estábamos en una residencia de la Editorial Católica, siempre pensé que creía más en Curro que en Dios). Hablaba con tanta pasión del torero que sostenía que ver a Curro hacer el paseíllo ya cubría con creces el precio de la entrada… y “no te digo na si enlaza una tanda de naturales; ahí ya te puedes morir”.
El tiempo y la licenciatura nos llevó por caminos distintos- él a Sevilla, a dirigir El Correo de Andalucía; yo a La Voz-, pero una noche nos volvimos a encontrar en la grisura nocturna de Bruselas.
Antonio se había acercado hacía meses al burladero de la profesión para cambiar el capote de la dirección del periódico decano de Andalucía por la muleta del gabinete de comunicación de la asociación de los empresarios andaluces. Había hecho dos faenas distintas pero seguía teniendo un solo amor verdadero: los toros.
Durante toda la cena Antonio escuchó con atención las opiniones de la decena de directores que allí estábamos. Toreó con prudencia el primer plato de las quejas a la actitud poco innovadora de sus patronos, los empresarios; en el segundo estuvo más cómodo, se acercó más y echó la pata p´alante en las críticas a la Junta por su obstrucción burocrática a cualquier desarrollo empresarial; pero fue en el postrero cuando se vino arriba. El usía- su presidente en la CEA- y quienes le acompañaban ya se habían ido a descansar y en aquel palacete del extrarradio sólo quedábamos los periodistas; los últimos en irse; gente de arrabal y malevaje, ya se sabe.
Era el momento. Le puse el trapo y Antonio volvió a ser el “antoñito” de la Residencia Azorín. Comenzó a hablar de las últimas corridas de Curro y durante veinte minutos sorprendió a quienes le escuchábamos desde el conocimiento o desde el asombro. Era tanta su pasión que en un momento determinado cogió un mantel de la mesa de al lado y se inventó dos tandas de naturales sobre el parqué que levantaron una ovación de gala. En ese momento me di cuenta que los toros son un sentimiento imposible de entender desde la indiferencia.
Por eso no me extrañó que, unos años después, el cirujano- el ilustre cirujano: un verdadero maestro de la medicina que ha operado y curado a miles de almerienses- Diego Morata llegara hasta el umbral de la emoción mientras me contaba el sentimiento indescifrable que le embargó el día en que tuvo entre sus manos la muerte y la vida de Curro.
Su pasión por el torero se convirtió en irremediable el atardecer del 22 de julio de 1973 en Granada. A Curro Romero le acompañaban en el cartel Luis Miguel Dominguín y Jose Julio Granada. Morata recuerda, con la precisión del cirujano que ya era, la faena del maestro de Camas. “fue la mejor faena que yo le he visto. Creó una emoción sin límites. Fue tanta la belleza que dibujó con el capote y la muleta que, cuando dobló el toro, acabé abrazado con mis compañeros de tendido a los que, por cierto, no conocía de nada. Fue una tarde memorable. Salí de la plaza cabizbajo, recreando las tandas. Esa noche dormí poco y, a la mañana siguiente, me apresuré a comprar los periódicos para leer las crónicas. Nunca olvidaré el titular del crítico Vicente Zabala en ABC: “Curro paró el reloj de la plaza a las 20,15”.
Lo que ocho años después pudo pararse fue la vida. Curro toreaba a su segundo en la plaza de Almería y un pitón le destrozó la femoral y colaterales. Morata veía la faena desde el burladero de médicos, ya era cirujano de la plaza, y supo que la cosa era grave. Llegó antes que el torero a la enfermería y comenzó, quizá, una de las faenas más emocionalmente intensas de su vida. Delante de él, postrado en la camilla del quirófano de la plaza, estaba, ante la suerte suprema, su ídolo. Tenía que actuar, pero la emoción y la responsabilidad y la tensión le pesaban como el sol plomizo del ferragosto almeriense. Aquella espesura solo duró la brevedad del vértigo. Pinzas, bisturí… acción. La suerte estaba echada.
Horas más tarde y después de salir por “la otra puerta del toreo”- así llama Diego a la de la enfermería- Curro respiraba inquieto en una sala del Hospital Provincial. La vida seguía latiendo en el corazón del maestro, pero el pulso arterial de la pierna derecha se detenía en la rodilla. El cirujano llevó uno de los primeros Ecodopler- Almería era entonces un desierto sanitario transitado por héroes vestidos de médicos y enfermeras- y, por fin, los dos pudieron oír el sonido tenue pero constante del pulso. Curro y Morata se miraron a los ojos y una sonrisa imborrable lleno la habitación.
De aquella tarde del 81, el cirujano guarda la experiencia profesional de haber operado a Curro Romero en la cogida más grave de toda su trayectoria (tuvo nueve y, qué curioso, dos de ellas en el coso de la avenida de Vilches), y el aficionado apasionado, que se conmovió hasta el éxtasis en aquella tarde granadina, el corbatín grana del traje de torear que el diestro le regaló por salvarle la vida. La faena había terminado.
He recogido estos dos apuntes taurinos -que han regresado a mi memoria tras la muerte de Víctor Barrio- tras leer el muro de la vergüenza escrito por un batallón de insensatos cretinos en el que escupían insultos al torero muerto y a su familia en las Redes Sociales, un magnifico canal de comunicación que ha revolucionado el mundo pero al que algunos imbéciles se asoman con la mirada de aquellos estúpidos que dejaban memoria de su necedad en el interior de las puertas de los aseos de las viejas estaciones de servicio o de los bares de carretera. ¡Cuánto asco!
Cuando una persona muere- torero, profesora o albañil- se rompe un paisaje. Y ante ese drama la decencia obliga a responder con el afecto que conforta o con el silencio que respeta. Quienes ante la muerte de un torero en la plaza responden con el insulto lo único que consiguen es demostrar que son más bestias que los animales que dicen defender.
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