Las ferias son como las paellas: una receta fija con ingredientes clásicos que admite pocas novedades y que nunca es percibida del mismo modo por los comensales. Que si la gamba, que si el conejo, que si el grano… y sobre todo, lo del punto. El punto del arroz es como el análisis posterior de cada feria. Mientras que quienes sirven la paella lo consideran óptimo, los que aspiran a servirla encuentran que o bien no llega o se pasa. Metáforas chiringuiteras al margen, la feria de Almería la hacemos todos y, como he dicho en alguna ocasión, es el fiel reflejo de la sociedad almeriense. Y qué diferente sería nuestra ciudad si la misma energía que se dedica a la crítica y a la enmienda se dedicara a la reflexión y a la acción. Pero en Almería somos más partidarios de esperar a que sean otros los que hagan algo, para lanzarnos inmediatamente a censurar lo hecho, entonando coralmente el conocido lamento ceremonial que nos sitúa globalmente donde la espalda pierde su casto nombre. Pero el culo del mundo no es que haya pocas casetas, sino la ausencia de musculatura social que haga de la Feria un espacio de proclamación orgullosa de raíces, tradiciones y capacidad de liderazgo. Si el esfuerzo que se hace criticando la Feria cuando ésta termina se hiciera antes de que la Feria comenzase tratando de engrandecerla, otra cosa bien distinta se viviría cada agosto en Almería. Y no hablo de montar una comisión ferial multicolor y variopinta, fórmula de probada ineficacia. Hablo de que a pesar de que el Ayuntamiento ha rebajado este año al 50% el coste de instalación de casetas, ha habido incluso menos ocupación que el pasado año. ¿Acaso no hay en Almería empresas, colectivos y entidades capaces de instalarse en la Feria y emplearla como un medio de proyección de su peso social o empresarial? Naturalmente que sí, pero para eso hay que asumir riesgos y molestias. Así que es mucho más cómodo el permanente bucle del lamento y la dolencia. Así somos o, como diría el corrillo de plañideras en el tranco de la casa, “asín” somos.
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