A menudo nos preguntamos muchos profesionales de la comunicación si estamos cumpliendo con nuestro deber. Muchas veces no sé si estamos atinando con nuestra papel de informal, analizar y clarificar o si, respondiendo a los estímulos externos, que todo lo emborronan, estamos contribuyendo al cansancio generalizado de una situación política que, por increíble, por surrealista es ya más susceptible de chacota que de indignación. O sea, más propia de las redes sociales menos respetuosas y más jaraneras que de la labor ilustradora que deberíamos ejercer quienes aspiramos a ser periodistas conscientes.
Y es que indudablemente vivimos tiempos de zozobra, y caemos en la trampa. Los jefes en las tertulias nos advierten: la política ya no interesa. La gente ha llegado a ese punto de insensibilidad en el que crees que ya no se puede llegar más allá en el despropósito: ¡votar en Navidad! Menos mal que, con un hábil truco que retuerce el espíritu y la letra de la ley, nos otorgan el beneficio de votarles el 18 de diciembre, en lugar del 25. Se hace el ridículo con unas probables -Dios no las quiera- terceras elecciones, pero al menos se evita el caos de cazar a lazo a interventores, presidentes de mesa -y no digamos ya electores- el día después de la Nochebuena. Era un imposible: votar la semana antes, un mal algo menor, no mucho menor.
Uno a veces siente la impresión de que es el caso que los medios de comunicación vivimos como una parte de esa sociedad adormecida, acostumbrados a que los gritos de alarma que de cuando en cuando lanzamos caigan en terreno baldío: tenemos un presidente del Gobierno (en funciones) que presume de no leer sino el Marca, un líder de la oposición que simplemente nos desdeña -o eso parece, o se esconde- y unos políticos, dóciles con su partido e indóciles con la sociedad, que sí, hablan con los periodistas, el bla-bla ante los micrófonos, “a ver, dos preguntas nada más”, pero no con ‘el’ periodista. Es decir, aceptan mal una conversación aclaratoria, en profundidad, sobre sus verdaderas intenciones. Quizá porque ellos mismos desconocen, a estas alturas, cuáles sean sus verdaderas intenciones.
De esta forma, se están generando maestros de la oratoria vacía, de la ambigüedad, incapaces de expresar su pensamiento de una manera tangible para la opinión pública, para esa ciudadanía que es la que vota y hace frente a los impuestos que sirven para pagar a esta clase política que, a base de rencores, egoísmos y desenfoques, nos mete en esta rueda infernal.
Algunos colegas anglosajones citan el ejemplo de ese periodista de la cadena pública británica e televisión que tuvo el cuajo de, catorce veces seguidas, hacer la misma pregunta al político que intentaba evadirla con una cháchara intrascendente. Hasta que, al final, el político tuvo que decir un ‘sí’ o un ‘no’ rotundo a lo que se le interrogaba. No sé si nosotros, los informadores de por acá, estamos capacitados para tales menesteres, si las estructuras columnista-tertulianas lo permitirían y si, al final, no nos encontraríamos con el ostracismo o cosas peores si nos atreviésemos a salir del carril, y conste que esto es una autocrítica antes que otra cosa.
Aquí, nadie parece capaz de expresar una opinión rotunda, clara, orientativa: tienen miedo a sus ‘aparatos’, porque el que se mueve, aunque sea en estas arenas movedizas, no sale en la foto. Ni en la foto, ni en el escaño. En cuanto a los emergentes, nunca sabes en qué terreno te estás situando.¿Transparencia? No me hagan reír.
Lo peor de todo es que tal vez tengan razón. No necesitan ya ni siquiera resucitar formas sutiles de censura, de dirigismo o de consignazo: nos hemos instalado, todos, en la levedad del ser. O, mejor, del no-ser. Como ellos. Hemos hecho un país de pasotas, así, sin más. Nivelazo.
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Fernando Jáuregui