No he seguido muy de cerca la peripecia, pero sí conozco que ya hay una víctima propiciatoria. De nuevo un político, en este caso del PSOE, se ha visto forzado a comparecer a pedir perdón tras hacerse públicos unos comentarios dichos en privado, en el transcurso de una reunión con compañeros de partido, y que fueron desvelados y transmitidos por una mano que, más que compañera o amiga, resultó infame. El caso es que Miguel Angel Heredia, número dos del PSOE en el Congreso, y hombre estrechamente ligado a la presidenta de la Junta, Susana Díaz, tuvo que comerse ante la prensa el sapo de que, gracias a una indiscreción interesada, todo el mundo pudiera saber que había llamado “hijaputa” a la jueza y diputada “sanchista” Margarita Robles. Y lo relevante del caso, a mi juicio, no es ya el calambrístico momento que vive en la actualidad el PSOE, sino el inquietante recrecimiento del ánimo inquisidor y denunciante que se ha apoderado de la opinión pública española, infantilizada hasta extremos delirantes con los códigos de patio de colegio que ha establecido el discurso políticamente correcto. Diré en este caso, como en tantos otros, algo bien sencillo. Nadie, -repito, nadie- saldría indemne de la transcripción de sus conversaciones privadas. Ni los que fingen dolerse al conocerse su contenido, ni los propios que arteramente los filtran y difunden, impulsados por intereses más o menos confesables o por la humanísima pulsión de la venganza. Y como parece que los autos de fe vuelven a ocupar el imaginario colectivo en cuanto a espectáculos mediáticos, hemos vuelto a ver a alguien en el borrascoso trance de hacer como que se traga sus propias palabras. Llámenme loco, pero si la neodemocracia consiste en anular (como acabamos de ver en Murcia) la anulación de la presunción de inocencia, la supresión de la inviolabilidad de las comunicaciones y la difusión de las conversaciones privadas, permitan que no me sienta muy proclive a acompañarles en ese viaje.
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