Todos necesitamos creer en algo que haga de nuestra vida algo mejor y más bello. Vivimos inmersos en un vendaval de prisas, miedos, agobios, euforias, partidos del siglo cada tres días y rabia a la que no se le permite expresarse con libertad. Sin embargo, hay momentos en los que la felicidad nos abraza y un suave calor nos lleva a pensar que siempre existe una razón para mirar el mundo con alegría.
Algunos de nosotros vivimos ese momento el domingo pasado, cuando nuestros hijos, los cadetes del Club Deportivo Urci, levantaron la copa de campeones andaluces de balonmano. Cada uno con su expresión característica, todos con el oro al cuello, miraban a la cámara con ese inconfundible brillo que no da la victoria, sino el logro.
Conozco a algunos desde sus años de Educación Infantil; a otros, desde antes de que tuvieran barba. En una ciudad que parece considerar los Juegos Mediterráneos una especie de ensoñación febril y que no da la impresión de tener más horizonte que el fútbol aunque cuente con el mejor equipo de voleibol de Europa, nuestros Guerreros Urcitanos han trabajado, han aprendido y han crecido jugando al balonmano en pistas desconchadas, han marcado goles en porterías sin redes, han gastado sus zapatillas en parquets sucios y descoloridos y, sobre todo, han aprendido a madurar como personas.
No han tenido detrás la idea de una ciudad deportiva, ni una red de patrocinadores locales, ni más apoyo institucional que el de una Obra Social y, sobre todo, el de las familias que les hemos pagado la afiliación al club, los alojamientos y los desplazamientos y los hemos acompañado, animado, consolado y celebrado. Aun así, o quizá gracias a eso, se han convertido en auténticos deportistas, símbolo de todo lo que se puede conseguir cuando el deseo de excelencia es mayor que el temor a lo desconocido. Han aprendido a sufrir la derrota, a encarar el miedo al fracaso, a mirarse a los ojos y funcionar como un equipo, a seguir los consejos de Paco Florido y de Alejandro Criado, su entrenador y casi su hermano mayor, a aceptar que los árbitros son seres humanos con errores y debilidades, a disfrutar de la victoria y, sobre todo, a entender que todo eso es una enseñanza para la vida de los adultos que dentro de un tiempo serán.
Subcampeones infantiles hace dos años, cadetes campeones ahora, el próximo día volverán a la rutina de sus Institutos, a hacer sus deberes y preparar sus exámenes de cuarto de E.S.O. Es probable que muy pocos sepan de su hazaña; es pensable que nadie los felicite; es concebible que tengan una gloria íntima, personal y secreta. Con todo, ellos llevan ya en su corazón algo que nadie les puede quitar: el momento de su apoteosis.
Cuando, dentro de unos años, vuelvan a ver las fotografías del día de la victoria, recordarán el día que conquistaron el cielo. Sabrán que allí estuvieron, revivirán lo que allí sintieron, pensaron e hicieron. Sabrán que en el club no solo aprendieron a marcar goles, sino sobre todo a hacerse adultos que merecen la pena. Ese día, ellos y nosotros recordaremos con alegría que este domingo fue uno de esos días que hacen de la vida algo mejor y más bello, el día en el celebramos la victoria de nuestros héroes anónimos, los cadetes del Club Deportivo Urci.
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