Mi casa está llena de jarrones, hay cientos de ellos, miles de jarrones, sólo los cojines superan su número. Sufrimos un síndrome de Diógenes cerámico (Diógenes vivía en una vasija, por lo que, visto así, nuestro caso es una redundancia).
Por darle alguna utilidad a tanto jarrón mi mujer me los tira a la cabeza si se enfada un poco cuando vuelvo de una comida de empresa y me he bebido el agua de los floreros, creo que se enfada por eso precisamente. Unos los pillo al vuelo como el balón de rugby que un quaterback me lanzara —hago ensayo y se rompen— y los otros no me queda más remedio que evitarlos con mucha cintura (y se rompen también al estrellarse contra la pared). Le pido que me lance cojines, si no es mucha molestia, pero ella tiene más puntería con los jarrones y dice que no. Se lo digo más que nada para no tener luego que recoger los tiestos.
A pesar de las bajas y de los que rompe el gato —lo tengo amaestrado para que les dé sin querer con el rabo—, su número no decrece, al contrario, parece que cada día hay más, se reproducen entre ellos, crían con otras vasijas, son como humanos, una plaga bíblica, jarrones de cristal yaciendo con jarrones de porcelana y fabricando cuberterías de Santa Clara, incluso hay híbridos entre cojín y jarrón, son jarrones blandos. Cuando mi mujer y yo no estamos en casa, ellos campan a sus anchas por el salón como la cubertería de La Bella y la bestia, de Disney. Cuando al llegar encendemos la luz, se desmayan sin vida, como en el vaso de Rubén Darío se desmaya una flor, o como los juguetes de Toy Story cuando entra el niño a la habitación.
Cuando me casé sólo había en el piso donde vivíamos dos jarrones chinos que nos había regalado una tía mía que no quería darnos el dinero porque eso está muy feo regalar dinero, pero en realidad lo hacía porque era muy roñosa. Como los jarrones de mi tía eran extremadamente feos, L decidió comprar más jarrones, otros tiestos más bonitos y más modernos que compensaran la fealdad de los dos jarrones de los chinos de la dinas tía mía. Ahí empezó todo. Y ahora estamos yendo a unas reuniones para quitarnos.
Ni uno sólo de los cincuenta mil jarrones que aproximadamente hay en casa llegamos a usarlos jamás con el fin para el cual fueron concebidos, porque yo nunca regalo flores, pues dicen que huelen a disculpa y no quiero yo que L se me ponga en jarras. Lo más que hice alguna vez fue frotarlos insistentemente con la manga, a ver si de ellos salía un genio y podía pedirle que por favor, por favor, desaparecieran todos los jarrones menos los dos jarrones chinos de mi tía, que siempre viene en Navidad y me pregunta por ellos.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/128730/jarrones