Sí, vuelvan a leer el título de la columna de hoy: “El metal de las edades”, y no, no me he equivocado al escribir el orden de las palabras. Es un juego de palabras que usa Javier Irigaray en su poemario en solitario, editado por Ediciones Vitruvio, y que dice mucho de cómo es él. Es un hombre irónico, atento a lo que ocurre a su alrededor, inteligente, comprometido,…y que en pocas palabras dice lo esencial, lo poético. Sugiriendo desde la ironía, el amor y la belleza. Estos son sus primeros versos del poemario: “A veces, /cuando la vida licua nuestra mirada, /saltamos sobre los versos aprendidos/ para vencer el futuro inmediato”.
Voy a contar como lo conocí, porque él lo cuenta en otras ocasiones y creo que es de equilibrada justicia que quede por escrito. Conocí a Javier, en la puerta de un aseo, tras pasar una noche intensa: desde las cinco de la mañana habíamos estado disfrutando de las actividades culturales en el “Amanecer en La Alcazaba”. Desde ese momento el poeta o “poetarra” -poeta en acción- pasó a ser parte de mi vida, de nuestras vidas. El antusano es un poeta que sabe lo que dice, es metal que araña la realidad del momento, del instante del poema leído. Es poeta que despoja de hojarasca la palabra. Es un poeta del silencio y del abismo natural del lenguaje. Es poeta que hace surcos, verso a verso, impregnándote del amor y del humor e incluso de la ironía con la que combate, en este mundo hostil, la apatía y el ruido de los ciclos humanos. Cobre, Bronce, Hierro son las medidas de sus versos en poemas breves, que como los haikus son certeros, llevándote a mundos paralelos, habitados solo en un instante como el viaje de Caronte, la sangre de Medusa o el suicidio del poeta húngaro Attila József. Javier Irigaray es el poeta de abrazo poderoso, el que araña cristales en la infancia, el farero que canta al delfín de todos los mares, el que viste con traje gris sin sal, el que estruja fresas sobre la bañera, el que habita en el silencio, el que cabalga sobre corceles de aguamarina, el que tiene los labios desnudos y sobre el atril posa su sonrisa. Es el poeta que recita al mar y a la Mar sobre un adarve de la Alcazaba de Almería, el que bebe ron negro descubriendo un oasis. Es un poeta que mide a palmos su suerte, el hijo apátrida de lunas de neón, el viandante irónico que hace acopio de nada. Es soñador de poemas y besos en un país de basura. El contador de historias que sabe que no existe la palabra exacta. El coleccionador de ecos, metales y canciones. Es el pirata que habita en islas de siestas divagando sobre el principio eterno de las cosas. Es el amigo al que le cae la lluvia de acero, el que atesora geranios en su regazo. Es el que tiene lluvia en su corazón, el que escribe con tiza en las aceras y le estallan amapolas infinitas en el futuro inmediato. Es el forjador de sueños que inicia la palabra en paseos nocturnos metálicos.
A Javier Irigaray hay que leerlo despacio, como va esculpiendo la edad en los metales, para adentrarse en sus poemas e incluso recitarlos en silencio. En cada golpe al metal nos va penetrando, haciéndonos descubrir nuestros múltiples oasis internos erráticos y fragmentados que navegan por este mundo y por otros mundos aún por reconocer. Es el poeta que sigue soñando poemas, que escribirá en algún bar del sur, quizás sorprendido por la verdad y el verso. Javier: ¿navegamos hacia el abismo cierto del océano? Quiero aprender a ser como tú: un malabarista de la palabra
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