De entre las numerosas muestras de solidaridad recibidas desde el extranjero por los brutales atentados de Cataluña, me impactó el texto por WhatsApp de Anette, una ex alumna panameña, que concluye así: "Están en mis oraciones. Aunque sé que ustedes están en Madrid, son una sola Patria". Releo esperanzado esto en la noche del jueves, mientras todas las televisiones retransmiten el drama de las Ramblas y nadie del Gobierno español, salvo un tuit de Rajoy, comparece. Un amigo me llama alarmado desde Andalucía: "Aquí se dice que el Gobierno español está desaparecido". En las declaraciones de Joaquim Forn, conseller de Interior de la Generalitat, no existe ni siquiera lo de "Estado español" que suele sustituir a la palabra "España". Desliza el vocablo "Estat" un momento y ya le vale. Al final, Rajoy, que a todo lo catalán llega tarde desde hace años, comparece de madrugada con acierto discursivo y desatino horario. Durante más de siete horas ha dejado asentar la idea de que España ya no está en Cataluña. Claro que está, pero si no se la ve, no parece que esté. "Viendo todo aquello me pareció que había dos Estados", lamenta uno de los más perspicaces periodistas aragoneses.
El viernes lo medio arreglaron con los minutos de silencio en la Plaza de Cataluña con Felipe VI presente. El sueño de la cooperación institucional, que hizo posible los Juegos Olímpicos, reapareció de milagro por unos días con los Reyes en los hospitales, antes por la visita conjunta de Puigdemont y Dolors Montserrat, Ministra de Sanidad, y algunas tacañas concesiones más. Sin duda, el mundo policial estuvo mejor que el político. Cuando en la rueda de prensa habló el consejero Forn una sensación de debilidad invadía a la audiencia. Forn no es el solvente Jordi Jané, recientemente dimitido del mismo puesto, o destituido por debilidad independentista. A saber las tensiones internas de la Generalitat. O sí sabemos, pero mejor callarlas, para no perjudicar a los pocos sensatos que quedan.
El desasosiego que generaba Forn lo enmendó el Mayor de los Mossos, Josep Lluis Trapero. Sereno, firme y con contenido, transmitió confianza profesional. Recordaba la crisis del Ébola, cuando se temía una infección generalizada que acabó afectando solo a dos víctimas, el misionero que falleció y la enfermera que sanó pero casi muere en los platós televisivos. Mientras hablaban los políticos, con Ana Mato a la cabeza, aquello iba a la deriva. Hasta que le dieron voz al doctor Fernando Simón y encauzó la crisis.
Sobre la tragedia terrorista en Cataluña planean, aún bajo la conmoción inicial, dos grandes incógnitas: la primera, si se confirma que lo que vivimos, con todo su horror, fue solo el mal menor, gracias a la explosión en el chalet de Alcanar, que destruyó el edificio. Querían situar los explosivos con dos furgonetas y un coche, que por fortuna se averió, en las mismas Ramblas; y sobretodo, como sugiere El Español, en la Sagrada Familia.
Y un segundo interrogante: cómo afectará todo lo sucedido a la agenda de la Generalitat, hasta ahora con solo un punto, la proclamación de la independencia a cualquier precio, y también al empecinamiento jurídico del Gobierno español. ¿Podrá mantenerse el discurso de Puigdemont-Junqueras como si nada hubiera sucedido? ¿Será capaz Mariano Rajoy de reafirmar que sobre Cataluña no hará nada hasta pasado el uno de Octubre? Como si antes hubiera hecho algo... Venimos de los desatinos de Zapatero y de Maragall, de las corruptelas de Pujol, de la huida adelante de Artur Mas, del desafío jurídico y político de Puigdemont y del inmovilismo de Rajoy. Cuanta desgracia política concatenada para un país tan prometedor, con una capital como Barcelona en la que medio mundo quisiera residir y con una arteria principal que cantaron escritores y poetas desde Federico García Lorca a Manuel Vázquez Montalbán. Son las Ramblas, crisol de civilizaciones, testigo de la historia y ahora objetivo de la barbarie. Pero las Ramblas, universales, se abren de nuevo al mundo.
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